Soy un padre normal y moderno: mi hija sólo aparece por casa un par de días de cada quince. Que lo haga preferentemente en fin de semana la diferencia de otros hijos de vecino, incluso de mi vecino de enfrente, que ve a la suya con la misma frecuencia, pero debe recorrer setecientos kilómetros para ello. Que aún halla quien me envidie es consuelo de tonto, o epidemia social: no hace mi situación más llevadera, pero me proporciona tema de conversación.
Nunca me llama y nunca la llamo por teléfono. Esa aparente desatención por mi parte es sólo el reflejo de mi fobia por un aparatejo inmundo y despreciable, acicate de la mentira y la tautología. Agradezco, por tanto, que no me llame.
Nos comunicamos por escrito en su ausencia. Yo le dejo notas y ella no las lee. Cuando nos encontramos, visitamos juntos los santos lugares domésticos en que recortes de periódico, post-its e imanes de nevera hacen las veces de soporte a mis desvaríos paterno-filiales: la puerta de la nevera, el tablón de los avisos urgentes cuya urgencia nunca cesa, el armario de su habitación, la página 17 de su cuento preferido o, el mejor, el más efectivo, el que nunca falla: el espejo del WC.
Delante del espejo, mientras la peino, recuerdo las cosas que durante su ausencia debía decirle, sugerirle, amonestar o castigar. Es en ese preciso instante cuando la realidad se figura en mi mente de modo más punzante, más carnal: su imagen duplicada, lejos de parecerme abominable como en las ficciones heréticas, me conforta y me justifica. No puedo dejar de recordar los antiguos specula, libros de consejos y ejemplos de conducta y urbanidad: me he convertido en un padre que aconseja a su hija a través de un espejo real, ayudado por esas chuletillas que pego en sus bordes, confiado en la permanencia de un pegamento débil más que en la de mi memoria.
Tan real como lo ya dicho es la brevedad de la alegría en la casa del pobre maestro de escuela. El espejo de mi cuarto de baño está colgado demasiado bajo, y es demasiado pequeño, lo que ocasiona no pocos conflictos conyugales: mi mujer no comparte el placer por las notas y recordatorios, sobre todo si su imagen matutina, ya de por si decadente, es deformada y ocultada más cuanto más cercano es el día del advenimiento filial, de suerte que, cada dos viernes por la mañana, mis notas, amorosas o indignadas, pueden acabar ahogadas en excrementos y orines si no soy el primero en levantarme. No piense, lector, que ella odia a los niños: sólo a aquellos con los que comparte más de cuatro horas seguidas.
Pero no sólo la presencia física de las notas en el espejo provoca a mi querida: también su contenido origina conflictos que raramente preveo en mi atolondramiento. "Gritas demasiado", "lávate los dientes!", "¿con cual de tus novios juegas con más frecuencia?", "no te toques la vulva con los dedos delante de extraños", son admoniciones que, entrevistas por ella entre legañas, me proporcionan días felices y castos.
Si a todo ello añadimos la odiosa costumbre de mi hija de guardar alguna de estas notas en sus bolsillos de regreso a casa de su madre, y mi cobarde y malintencionado apego a la vida, entenderá el lector que de común acuerdo con ella haya decidido cifrar en un lenguaje imaginario las notas más importantes o las más comprometedoras. Siendo las mujeres de natural curioso y nada amantes del secreto de no ser propio, he tenido que profundizar extraordinariamente en busca de la lengua perfecta, e inexistente.
Estoy satisfecho del resultado: cualquier código o lengua es descifrable si conocemos el mundo que describe, por lo cual nuestro primer trabajo ha consistido en crear una realidad alternativa y aleatoria, que sólo mi hija y yo conocemos, y a partir de ella inventar nuestra nueva lengua. En ocasiones ella es mi mujer, en otras, su madre, en otras cualquiera de sus amigas del colegio, o su maestra, o Irene, pero no la Irene real, sino la ficticia, otras la hija del presidente del gobierno (ésta se la tengo prohibida, pero la obediencia tampoco forma parte del nuevo código, cosa que me martiriza), y así ad infinitum. Las cosas tampoco son lo que son, y el televisor puede pasar de cucaracha a galleta en la misma frase. Debo reconocer que es complicado, y que me ocupa más tiempo del que preveía: renuncio por ello ahora a darles más detalles, pero es perfecto. Ah, y no tema el lector por mi vida, que mi hija no revelará jamás la clave: es, aunque pequeña, una mujer, y es su secreto.