Sebastián Garduña
sgarduna@bigfoot.com
Ramón tiene otro nombre, pero me ha exigido que no lo revele; tiene más de ochenta años, pero no me ha querido decir cuántos con exactitud. La conversación que mantuvimos el 13 de febrero de 2001 tuvo lugar en un piso de una ciudad que tampoco tengo permiso para nombrar. Yo había oído hablar de él mucho antes, por comentarios y rumores, y perseguí un encuentro durante varios años. Mi única exigencia era que debíamos vernos en su casa, porque allí es donde guarda las más de 50 muñecas de tamaño real que colecciona; si fuese estricto en mi redacción debiera matizar cada una de las palabras que utilizo porque todo en Ramón es matizable y, en cierto modo, indescriptible. En nuestra sociedad podríamos decir que es un pervertido; o un genio; o un simple coleccionista de mujeres inertes y no orgánicas; o un artesano y delicado dandy malhablado. Dicen que jamás tuvo contacto con mujer alguna de carne y hueso desde su adolescencia; y no me refiero exclusivamente a contacto carnal. La verdad es que tampoco se ha relacionado más que lo imprescindible con ningún otro ser humano.
Llegué a la puerta de su casa a las siete de la mañana en punto, hora a la que fui citado. El edificio es como cualquier otro de tres plantas en una zona empobrecida de una gran ciudad española, construido en los años 60, y que hoy algún promotor estará esperando a que se mueran los tres vecinos que aún viven allí para derribarlo y construir edificios de 12 alturas.
Llamo al timbre y espero; oigo pasos y un ya va ronco y malhumorado. Ramón me abre la puerta y, sin apenas mirarme, me da los buenos días desganadamente y me invita a pasar con un gesto de cabeza. Desde la entrada la casa es un santuario: el hall, el largo pasillo, la sala donde un poco después nos sentamos... todo esta cubierto de muñecas de todas las formas, colores y aspectos, y todas manteniendo una postura o pose que imita la vida.
La casa está helada –estamos en Febrero– y Ramón lleva puesta una bata raída de color azul celeste que en el escote deja entrever una camisa blanca por debajo. Es de cuerpo enjuto pero fibroso, y, aunque en sus manos comienzan a avanzar las manchas de la vejez nadie diría, como él asegura, que es un octogenario. Su mirada es espantosa, agotadora e indescifrable porque mantiene siempre fijos los ojos con ira y odio rebosando, incluso cuando se pone tierno o amable.
Ramón: Siéntese ahí, por donde pueda... está todo lleno de mierda, pero... esta salita sólo la utilizo para hacerme pajas.
Yo: ¿Perdón?
Voz ronca y quebrada, firme, segura y con un deje de desprecio y cansancio que, como ya dije, es desmentida una y otra vez por la voracidad de su mirada. Desde esta primera vez que se dirigió a mí me di cuenta de que me iba a resultar muy difícil saber cuando me estaba tomando el pelo y cuando hablaba en serio.
Ramón me miró bruscamente, torció la boca levemente como quién se asquea mirando a un muerto putrefacto y salió de la habitación. Volvió con dos cocacolas en la mano derecha y una botella de whisky medio vacía en la izquierda.
Ramón: Es lo que hay. Si quiere un vaso alcáncelo de esa alacena.
Yo: [mientras saco un cigarro y se lo ofrezco] ¿Fuma?
Ramón: Fumar es cosa de maricones... Y no tengo nada contra ellos, si se dejan dar por culo.
[Largo silencio. Mi incomodidad, lejos de apaciguarse, crece por momentos; él se sirve la cocacola y no parece inquietarse lo más mínimo por el silencio. Yo busco desesperadamente alguna frase que justifique mi presencia en esa sala.]
Ramón: Y qué, ¿no me va a preguntar nada? Porque sino no sé a qué cojones ha venido.
Yo: Sí, claro, ya le comenté por teléfono que estaba interesado en hablar con usted por su colección de muñecas... escuché retazos de su historia y...
Ramón: ¡Qué cojones historia! ¿Qué viene usted, a ver al bicho? [Se sonríe levemente, calla; comienza a hablar de nuevo con el tono sorprendentemente suavizado] ¿Sabe? Recuerdo perfectamente la primera muñeca que toqué. Yo tendría 6 o 7 años; fui con mi hermana a casa de una amiga. Al entrar en su habitación vi tumbada en la cama una muñeca como de un metro de altura, con trenzas pelirrojas, mejillas rojizas y un vestido azul... Me pasé toda la tarde sentado a su lado, sin atreverme a rozarla siquiera, pero fascinado. Cuando vino mi hermana a buscarme para marcharnos, toqué fugazmente la pantorrilla como para romper el maleficio y todavía noto en los dedos el frío de aquella pierna. Joder...
[Nuevo silencio largo; yo estoy decididamente torpe. Me mira y sé que va a repetirme de nuevo si no le voy a preguntar nada, así que abro la boca sin saber muy bien qué voy a decir]
Yo: La verdad... la verdad es que lo que a mí me interesa y fascina de usted es que a usted le fascinen las muñecas... no sé cómo llamarlas... ¿de tamaño adulto?
Ramón: Pues yo tampoco sé como coño hay que llamarlas. Sí, todas las que tengo ahora son de tamaño más o menos adulto como dice usted, pero... mire esa de ahí [señala una muñeca de porcelana de aproximadamente metro y medio de altura y de espantoso gusto] es de porcelana y muy poco realismo; esa otra [una muñeca que parece en todo una mujer de verdad salvo por la falta de brillo en sus ojos, semidesnuda y con anatomía exuberante y que se reclina sobre el posabrazos de un sofá] es una imitación casi perfecta de cualquier mujer; incluso si le metes un dedo en el coño [y se acompaña de un gesto invitándome que yo declino] parece hecha de carne... te moja y todo... es la hostia como ha avanzado la técnica...
Yo: Luego no es una exigencia para usted el realismo de la imitación.
Ramón: Mira, cuando la industria pornográfica dio un vuelco en los ochenta y empezaron a utilizar silicona y les ponían tetas y culos que se movían y cedían a la mano, me obsesioné con el realismo. Buscaba la perfección hasta tal punto que empecé a tener fantasías con crear una muñeca con carne de verdad... nada de taxidermia porque esa mierda los vuelve cartón; no, planeaba algún modo de conseguir carne y construir desde cero la muñeca perfecta... Pero no hay modo... la carne es el peor de los materiales.... eso me ayudó amar más a mis mujeres.
Yo: Pero lo suyo no es puramente sexual.
[Ramón no me escuchó. Tenía la mirada perdida sobre su vaso de cocacola y, antes de que yo terminase la frase, me preguntó:]
Ramón: ¿Usted tiene mujer?
Yo: Y dos hijas ya crecidas.
Ramón: ¿Y no ha pensado muchas veces en follársela mientras duerme? ¿Eh? Que no gima, que no se mueva, que no se despierte...
Yo: Bueno, no se trata de...
Ramón: Sí que lo ha pensado, sí... y seguro que lo ha intentado, pero las jodidas se despiertan y no hay modo... [comienza a reírse a carcajadas] y seguro que encima le echa a patadas de su grupa.
Yo: [Cuando se calma lo intento de nuevo] Pero lo suyo no es puramente sexual, ¿verdad?
Ramón: Yo tenía un tío-abuelo, cura, que se pasaba todo el puto día diciendo que el sexo estaba hasta en la sopa. Tenía razón, el putero ese. Mire, yo no me paso el día follando con ellas. Hay algunas a las que ni he tocado una teta. A Julia... [mira a su alrededor buscándola, se levanta, desaparece por el pasillo y vuelve con una muñeca que imita con fidelidad a una mujer negra, joven y hermosa, con un vestido blanco de estilo colonial. La sienta a su lado, con las piernas dobladas y las manos sobre las rodillas] Con Julia como cada día... hablo con ella, me hace compañía... a veces le acaricio una mano... o le hago algún regalo... pero jamás la toco. No estoy loco. Sé que no está viva, sé que es una muñeca, pero me gusta crear esta realidad paralela a su mundo [me señala con la mirada].
Yo: Usted me recuerda mucho a Ramón Gómez de la Serna. Tengo una foto suya en la que está sentado en el sofá junto a su muñeca de porcelana y la está entrevistando.
[Me mira mientras hablo con esos ojos como si no tuviese párpados; baja la mirada y bebé lentamente el contenido del vaso hasta acabarlo]
Ramón: Ese Ramón era un tío simpático. Mire... [se levanta y coge un libro negro con letras rosas y bastante desvencijado de la estantería, donde apenas hay una docena más], aquí le dedica un párrafo a los senos de las muñecas de porcelana. [Busca torpemente entre las hojas] Sí, aquí está:
"¿Son quizá más admirables los senos de las muñecas de cera..."
¿Dije porcelana?, pues no, cera, coño, cera...
"¿Son más admirables los senos de las muñecas de cera que los de las mujeres de carne? Quizá.
En la delicia cérea de los rostros de las muñecas de cera entra por mucho, entra sobre todo la delicia de sus senos. Sus senos les dan una realidad que no les dan sus rostros. Sus senos tienen las vertientes, las plasticidades y los brillos de lo mórbido, más aún que siendo blandos, además de tener cierta inmortalidad que sobrepasa su encanto."
[Cierra el libro y lo tira detrás del sofá]
El gañán éste andaba cerca; pero lo suyo era un juego, una pose. Tenía la sensibilidad necesario, pero la literatura le perdió; además, amaba demasiado a todas las cosas... yo desprecio el mundo.
Yo: ¿Y a las mujeres?
Ramón: No ejerza usted de psicoanalista... Un pervertido misógino, ¿no?
Yo: Si pensase eso no hubiese venido hasta aquí.
Ramón: Entonces, ¿qué piensa?
Yo: Pues no sé... no pienso nada. Sólo me ha enganchado la idea de una persona que durante tantos años ha vivido ajeno al mundo recopilando muñecas hinchables...
Ramón: hinchables sólo tengo dos... y una está pinchada y ya no tengo ganas de arreglarla...
Yo: Usted ya me entiende...
Ramón: Yo les tengo miedo a las mujeres. Soy un asqueroso cobarde que no se ha enfrentado en toda su vida al pánico que le produce la piel de una mujer, por eso colecciono mujeres inertes y no orgánicas. ¿Le gusta la explicación? ¿Ya entiende todo?
Yo: Pero usted no se ha acostado con ninguna mujer de verdad...
[Ramón se levanta de nuevo y desaparece por el pasillo; tarda tanto que pienso que se ha marchado. Cuando vuelve trae en sus brazos un bulto que no acierto a reconocer]
Ramón: No tenía pensado enseñarle esto, pero como me está tocando los cojones... Aquí tiene.
[Coloca el bulto en una banqueta frente a mí, y al separarse veo lo que alguna vez fue una cara humana, reseca y desfigurada, sin ojos y con un largo pelo enmohecido y lacio]
Alguien la disecó hace decenas de años. Me la trajeron de Guatemala, o de El Salvador, ya no recuerdo. Está tiesa y áspera como el esparto, pero me la follé un par de veces; un desastre porque se te resquebraja toda entre los brazos. Ahora lleva años metida en un armario: volvemos a lo que le dije antes: la carne es el peor de los materiales. Pero es una mujer de verdad, ¿no?
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