Benedicto Vigo
En Galicia, en Escarabote, camino de Ribeira, Ría de Arousa, quedan todavía algunas casas modernas. Estos vestigios arqueológicos de la modernidad resisten heroicamente los embates del buen gusto lanzados por el hoy imperante calvinismo anticuario. La piedra vista, la madera en imponentes vigas, la leña quemada en invierno para elevar el valor del vaso que nos ocupa, la citación de arquitecturas campesinas, están terminando de arrasar a la cultura marinera, recientemente extirpada de nuestras costas. Es el triunfo de la autenticidad.
En las felices setenta, era posible atravesar de villa de Escarabote, excediendo con brutalidad el límite de velocidad, con el fin de alcanzar una sobredosis de colores. Las casas de los marineros que flanqueaban la carretera, ofrecían toda la gama cromática a la que el ojo humano es sensible; la más modesta era tricolor. Tales combinaciones cromáticas eran inadmisibles para cualquier canon estético, con la excepción del promulgado por Matisse (que le den por el culo a Mondrian). Algunos de estos colores ya han pasado por el doloroso trance de la extinción. Lo importante era que tuviesen luminosidad; los marineros querían que las casas se parecieran a los barcos.
Como todo el mundo sabe, los barcos se deben pintar de manera que se distingan del mar y de los demás barcos. Esta necesidad desapareció con la proliferación del radar, que proporciona visibilidad electrónica, o sea que permite ver sin ver.
Los marineros de Escarabote eran navegantes: andaban embarcados en navíos que tocaban en los puertos de Antwerpe, Valparaíso, Moka, Bata, Veracruz, Ciudad del Cabo. Y de esos lugares traían la pintura que necesitaban para enjaezar sus casas, mas no del puerto, sino del propio navío. En secreto asaltaban el pañol y escapaban con el botín de pintura. Eran piratas del color.
Al llegar a sus casas, comprobaban algo que ya sabían, que los colores robados eran los mismos que los del barco en el que recientemente habían navegado. Quizá traían una lata grande de rojo bermellón y dos pequeñas, una de verde botella y otra de azul rey. Una vez más, la materia se imponía al gusto estético. El navegante pintor se enfrentaba a un agudo problema técnico. Debía resolver la ecuación que oponía la cantidad de pintura con la extensión de las superficies por pintar--lienzos, cenefas y molduras. Por tanto, la casa de nuestro navegante aparecería ante el conductor acelerado como una mancha roja con detalles (puertas, ventanas) verdes y bajos azules. Tras unas vacaciones dedicadas al chiquiteo y la pintura, el navegante vuelve al barco con la satisfacción de haber dejado al barco en casa.
Los tristes gallegos ilustrados de los años setenta atribuían estos estallidos cromáticos de la costa al mal gusto. Tal vez eran ignorantes del laberíntico proceso de la creación artística. Hoy, somos testigos ante la desoladora victoria de los ilustrados, de la rendición sin condiciones de las clases populares como agentes de la creación estética. Si tenemos suerte, si la tiene el autor de este artículo, pasaremos una velada agradable apoltronados frente al hogar neotradicional del ilustrado anticuario, sorbiendo sus carísimos alcoholes y charlando plácidamente sobre arquitectura y sobre arte.