Alfredo Bruñó
para Marcos Taracido
Parece que volvemos a los viejos tiempos. Y no me parece mal, así puedo volver a odiar sin remordimientos, sin pensar que no es para tanto, que me dejo arrastrar por pasiones ridículas. Llevo tres o cuatro años intentando comportarme como un adulto, como una persona madura que medita sus pasiones, que las racionaliza y canaliza de manera positiva, y no puedo más. He llegado al límite: frente al abismo al cual estoy a punto de lanzarme, siento cómo baja por mi espalda un sudor frío de pura felicidad. Pero no pienso tirarme todavía. Antes, voy a contarles algo sobre este retorno.
Vuelvo al fútbol. No me queda otra que admitirlo, aunque mi señora se burle de mi, aunque el director de esta revista diga Ya estamos otra vez, y se ría mientras me da la espalda. Pero primero debo explicar por qué quise apartarme del fútbol, quizá así sea más fácil.
Una de las primeras cosas que me llevó a apartarme del fútbol fue que un buen domingo me di cuenta de todas las cosas que podía hacer si no estaba al tanto de la liga. Evidentemente, ese domingo no había partidos, el miércoles siguiente jugaba la selección. Pues bien, ese día supe que podía pasarme la tarde leyendo, que podía salir a dar un paseo con mi mujer y que, aunque me cae mal el noventa y nueve por ciento de las películas que ponen, podía ir al cine. Seguí con el experimento durante las dos siguientes semanas, me puse a medir el tiempo que dedicaba al fútbol y me quedé asombrado, eran unas tres horas diarias. Eso incluye lectura de la prensa, atención a los telediarios y resúmenes de los partidos, conversaciones con mis amigos madridistas de la Bodeguilla del Gato, pero no incluye los partidos en sí. Para eso habría que incluir de diez a veinte horas más a la semana que ya llevaba quince. O sea que estaba dedicando al fútbol entre veinticinco y treintaicinco horas semanales, lo mismo que dedica un funcionario a su función. Y no sólo lo estaba yo haciendo gratis, sino que incluso pagaba por ver. Ridículo.
Añadamos a ese tiempo las horas sin dormir. Si perdía mi equipo— y luego hablaré, mal, de él— me pasaba al insomnio directamente después de acostarme, para dedicar el resto de la noche a especulaciones sobre los próximos encuentros, a preparar los argumentos contra las burlas de mis conocidos, a repasar la tabla de clasificación, a lamentarme por la lista de lesionados. A veces me despertaba de madrugada, sudoroso, temblando y apuntaba la alineación que mi equipo debía poner sobre el campo en el siguiente encuentro. Ustedes pueden pensar que eso le pasa a todo el mundo, pero fue una sorpresa dolorosa conocer que el fútbol había invadido hasta mi subconsciente; si en otros tiempos me levantaba para apuntar un verso o una idea para un artículo, ahora lo estaba haciendo para apuntar once nombres en un papel que a la mañana siguiente acabaría, sin duda alguna, en la basura.
Cuando me di cuenta del carácter obsesivo de mi pasión decidí reconvertirla, no sabía en qué, pero había que cambiar. Y créanme, nunca fui tan feliz como los dos años sin fútbol, nunca escribí tanto, ni llevé una vida social tan activa, incluso me quedaba tiempo para llamar a la familia y averiguar cómo estaban, tarea tradicional de domingo por la noche. Los primeros poemas de mi último libro pertenecen al principio de ese período, y mis primeros trabajos para Almacén pertenecen al final, este artículo simboliza ese final.
Bien, ahora toca explicar esa pasión, mis odios y mis amores, pero desde su origen: prometo no explayarme de más. Cuando vivía en Mexico, y luego en Estados Unidos, mi deporte favorito era el beisbol. Lo seguiría siendo si pudiese ver los partidos por la tele, desde aquí. El beisbol es el deporte perfecto para los amantes de la cultura, por eso se han escrito miles de novelas, cuentos y poemas sobre él. Uno va al estadio y se pone cómodo. El juego es lento, con ritmos marcados, lo cual permite la conversación, es un juego que favorece la amistad; uno puede ir al estadio y charlar sobre la poesía de Garcilaso o el teatro de Calderón y no perderse un instante del juego. Si uno lo ve desde casa, puede tomarse una cerveza con los colegas y hablar de los novelistas del diecinueve mientras, en la pantalla, la acción transcurre plácidamente, con súbitas ráfagas de velocidad y emoción. Cuando tenía que corregir exámenes, ponía un partido—los hay todos los días, de abril a septiembre, luego los playoffs y la serie del campeonato ocurren en octubre—así el tedio se aligeraba, la tarde transcurría lánguida, como pide el beisbol, pero no demasiado, ya que lograba quitarme de encima un trabajo odioso. Como ven, este mi deporte favorito no me provocaba pasiones malsanas ni noches de insomnio, simplemente era algo que ayudaba a llevar la vida diaria con algo menos de aburrimiento y que promovía la conversación y la amistad.
En aquella época el fútbol me traía sin cuidado. Un día, me encontré por la calle con un colega madrileño que me contó, casi llorando, que el FC Barcelona no sólo había ganado la Copa de Europa, sino que le había arrebatado la liga al Real Madrid en el último partido. Yo ni me inmuté, le dije lo mismo que se dicen los aficionados al beisbol cuando las cosas van mal: a ver qué pasa el año que viene. Y es que el beisbol provoca esa conciencia cíclica, mientras que en el fútbol parece que cada partido es el último de toda la historia y que hay que ganarlo cueste la sangre que cueste.
Pues bien, al año siguiente lo que pasó es que llegué a España, donde no hay beisbol y se desconoce el valor espiritual de sus tardes menos gloriosas. Ahora que vivo en el Mediterráneo me doy cuenta de que no hace falta el beisbol para que haya tardes como esas, pero cuando llegué a la Península no sabía nada de este mar, ni de sus tardes. Llegué a Galicia, al país de la lluvia. Conocía a poca gente; los sábados por la tarde me metía en un bar, cenaba y veía un partido de fútbol por la tele. No me costó nada aficionarme al Barcelona, era la época de Cruyff y el Dream Team, Stoichcov me hacía reír, Laudrup me maravillaba, Guardiola me intrigaba, y hasta Zubizarreta me caía bien. Además, soy de familia catalana; toda la vida había oído que el Barça es más que un club y me había importado un carajo, ahora la cosa parecía distinta. Ese equipo parecía algo realmente importante, parecía algo. Hoy todavía no sé bien que es lo que parece el Barça, pero entonces pensaba que debía ser algo bueno, si al juego le daban esa belleza y a la belleza le imponían esos resultados. A veces sueño con la jugada del quinto gol en el 5-0 que recibió el Madrid en el 94. Empieza con Zubizarreta, se juega al primer toque, de memoria, el balón cruza el campo en diagonal, de izquierda a derecha, y el gol es de Iván, que acababa de entrar. En mi sueño estoy a pie de campo y la sensación de alegría y plenitud es absoluta.
Mi primera gran decepción llegó con la destitución de Cruyff. Para entonces sabía más sobre el mundo del fútbol, conocía mejor los chanchullos, la corrupción, me extrañaba que todos los directivos estuviesen metidos en la construcción o en la hostelería. Más tarde supe que esas son las dos industrias más crueles, mafiosas y lucrativas que hay por estos lares, supe que el fútbol es una de las pocas formas aceptadas amplia y socialmente para el blanqueo de dinero.
En realidad, en aquel momento podía haberme convertido en hincha de cualquier equipo. De haber vivido en Coruña, en lugar de Santiago, podía haber sido del Deportivo; de haber tenido amigos galleguistas, podía haber sido del Celta; de haber tenido pasiones separatistas, podía haber sido del Athletic. Incluso podía haber sido del Real Madrid, lo admito. Y eso es porque Madrid, como ciudad, me gusta más que la claustrofóbica Barcelona. En Madrid, ciudad más abierta, me siento como en casa; Barcelona me cansa, me parece una ciudad demasiado recargada, ensimismada. Que me hiciera hincha del Barça es culpa de Cruyff y de cierta nostalgia. Todavía recuerdo la celebración en Mexico del famoso 0-5; además, mi padre tenía un amigo, hincha del Español, que decía que yo me parecía a Cruyff, el héroe de aquel equipo, y eso me llenaba de orgullo.
Se ha dicho miles de millones de veces que como ya no hay guerra, hay fútbol. Yo diría que hay fútbol porque ya no hay política. Un día, años después, y ya viviendo en Valencia, charlaba con Andrés y Pepe, dueños madridistas de la Bodeguilla del Gato, excelente lugar para vinos y tapas. Yo les decía que no podía ser del Madrid por culpa de Franco. Ya estamos otra vez con la misma chorrada, dijo Andrés. Yo me expliqué: No es que el Real Madrid fuera el equipo de Franco, es que Franco era del Madrid, ese es el problema. Andrés cambió de tema.
Ahora, la cosa del Real Madrid es peor que en tiempos de Franco. El Consejo de Ministros en pleno es del Madrid, como también lo es la oposición y el cuarto poder. ¿No les extraña a ustedes que incluso el As, aquel periodicucho fascistoide que apoyaba al Atlético Aviación, se haya pasado al otro equipo de su ciudad? He oído rumores de que el dueño del Grupo Prisa tiene aspiraciones madridistas. Así el panorama, no parece raro que nadie diga nada sobre la mayor operación especulativa de los últimos tiempos, la reconversión de los terrenos del Real Madrid en centro comercial. Corrupción pura y dura, y nadie dice nada. Los políticos están o a favor de ella o se callan, no vaya a ser que pierdan el voto madridista, los periódicos están encantados, las televisiones también. ¿Quién va a protestar por menudo chanchullo?
Núñez intentó algo parecido, pero los vecinos del barrio de Les Corts y el Ayuntamiento lo mandaron a ver si los espárragos ya estaban fritos. Sospecho que su salida de la presidencia del Barcelona tiene algo que ver.
Hace poco, estuvo en Valencia y en mi casa Quico Cadaval, el director de teatro y contador de historias. Acaba de volver de las Azores, donde dirigió un espectáculo. Ahí, ahora todos son del Madrid, cuando el año pasado eran todos del Barça, ya sabemos por qué. Pero Quico les decía que si se va a ser del Madrid había que serlo con todas las consecuencias, que no viene gratis. Se lo decía a los mismos portugueses que le protestaban por el nacionalismo español, y es que el Madrid es el santo y seña de ese nacionalismo. Ser del Madrid es lo mismo que llevar gafas oscuras de aviador y comprarse la biografía de Rommel cada vez que sale una nueva al mercado; es levantar el brazo y recordar al Caudillo con nostalgia y una lagrimita de dolor. El Real Madrid es más que un club.
Que el Barcelona lo sea es dudoso. Quizá para algunos todavía quede algo de aquel aura de resistencia gloriosa y perdedora, de aquel victimismo de andar por casa. Pero Núñez deshizo cualquier ilusión de esa laya al convertir al club en una empresa como cualquier otra. Es el nuevo fútbol, sí, pero que no me esperen en las barricadas: si me buscan, estaré en casa, viendo un partido por la tele. Y Cruyff demostró que con el victimismo (que ahora vuelve de la mano de Gaspart, el hombre incapaz de sonreír sin melancolía) es un obstáculo para conseguir grandes cosas, tipo Copa de Europa.
Por cierto, qué rollo eso de la Liga de Campeones. Ha perdido toda aquella mística, todo aquel aire de lucha entre los verdaderos supervivientes, los campeones de liga. La última gran Copa de Europa, la última genuina liga de los campeones, fue la que ganó el Real Madrid, la séptima. Lo que hay ahora es un refrito, una especie de UEFA con exceso de bombo y demasiado platillo que no pasa de ser otra mentira comercial, un trasunto más para la televisión de pago.
Creo que lo mejor en fútbol es no ser de un equipo grande, ni del equipo de la ciudad donde uno vive. Yo debería de ser del Alavés, o del Málaga, clubes de los que no sé nada. Podría ser del Villarreal, pero está demasiado cerca de Valencia. Si eres del equipo de la ciudad donde vives, acabas por enterarte de toda la basura, incluso puede que conozcas a los directivos. A veces veo a alguno del Valencia por la calle y cambio de acera, no vaya a ser que se me pegue algo. Cuando vivía en Coruña, a donde nos trasladamos mi señora y un servidor al principio de mi tercer año en España, veía de vez en cuando a Lendoiro por la calle. La gente le pedía autógrafos, a mí se me ocurría preguntarle de dónde había salido la pasta para el último fichaje. Mejor pasaba de largo.
Como decía al principio, mi ausencia del fútbol está llegando a su fin. No he podido ser como esos comunistas que cambiaron de chaqueta y ahora odian todo lo que huela a izquierda. El fútbol es política y es espectáculo, el clásico cóctel fascista (un ejemplo es el caso Berlusconi); pero me he dado cuenta de que por mucho asco que me dé, no puedo resistirme a la fascinación de los estadios llenos, del balón que circula a velocidad y lleva la sangre a su hervor, dela vibración del poste cuando se lleva un balonazo y el corazón se para un instante, y en fin, del gol, que mueve a la más absoluta alegría o a la más dura desazón. El fútbol es el más claro y emocionante retrato de nuestra vida en este mundo, de la sociedad, aunque secreta, en la que vivimos. El fútbol es amigo de mi nihilismo. Ahora que mi equipo está en horas bajas, he decidido rescatar del armario mi camiseta azulgrana con el número 14 (tengo otra con el 4). Dicen que el sufrimiento es la fuente de la poesía, yo no lo creo así, pero he decidido que es hora de volver a sufrir. Si las cosas no van bien ahora, ¿qué más da? Ya nos veremos las caras el año que viene.
Es difícil que el As fuera un "periodicucho fascistoide" que apoyaba al Atlético Aviación ya que cuando este equipo se llamaba así (justo después de la posguerra) el AS no existia (nació en diciembre de 1967). Muchas gracias.
Comentado por Elortegui el 23 de Octubre de 2003 a las 11:51 PM