Ximo Ferrando
Dice Eduardo Bauta que no me conoce. Yo a él tampoco, desde luego. ¿Y qué? ¿Cambiarían nuestros razonamientos si llegáramos a conocernos? ¿No están acaso metidos de lleno en el juego de la réplica? Entonces, ¿por qué esa prevención?
Vale, no empecemos así este artículo. Veamos de esta otra forma: Ximo Ferrando, mientras paseaba por el centro comercial, tuvo una aparición embautadora que le alcanzó sus neuronas como un dardo. Algo se dijo a sí mismo que trabucó su entendimiento. ¿Qué se dijo? Una iluminación, un rayo cegador, una caída del caballo, un despertar repentino: ¡este centro comercial es un museo! ¡Y yo que venía al centro comercial a comprarme unos pantalones de esos "imitación de Armani"! ¿Dónde acudo ahora? ¿Tendré que ir entonces a comprármelos al museo? Se me trastocan los términos. Quizás ande un poco confundido, pero mis neuronas me dicen que no, que siga por este camino a ver lo que encuentro en sus recodos.
Sigamos, pues. Ximo Ferrando, tras darse una vuelta por el centro comercial y estudiarlo a conciencia, no puede menos que reconocerle a tal engendro arquitectónico valores coincidentes con los museísticos. La disposición de los elementos constructivos del centro comercial está pensada al milímetro para la consecución de un objetivo nada oculto: vender más. También en los museos hay un objetivo meridianamente claro: prestar su espacio a la exposición de obras de arte. Pero si volvemos a leer el artículo de Ximo Ferrando, titulado "Armani en el Guggenheim", comprobaremos que en él nada se dice, ni se plantean dudas, acerca de la viabilidad arquitectónica de un edificio para hacer de museo. Para decirlo claro: una habitación bien iluminada de una casa solariega –o no tan solariega– le serviría a nuestro autor para hacer las veces de museo, como podría hacerlo el IVAM, el Guggengheim o el mismísimo Museo del Prado. Pues nada se discute acerca de ello. Se asume, dándolo por hecho, que todos coincidimos en saber qué cosa es y qué cosa no es un objeto físico identificable como "museo". Y a partir de esa coincidencia disertamos.
Nada más lejos de mi intención el cuestionar el valor arquitectónico de los edificios destinados a museos, que han llegado a ser "elemento generador de alguno de los mejores ejemplos de riqueza espacial", tal y como Eduardo Bauta nos alecciona en su respuesta a mi artículo. No seré yo quien ponga en cuestión la maravillosa estampa del edificio del Guggenheim de Bilbao, que asombra por su atrevimiento casi obsceno, o del rectilíneo y elegante IVAM de Valencia, o del histórico Museo del Prado de Madrid. Pero no se puede pasar con tanta ligereza de juzgar así al contenedor a mantener idénticos calificativos para el contenido. Pues decir que "en ambos casos –refiriéndose al Museo del Prado y al Guggenheim– tanto el valor del contenedor como del contenido son insuperables" implica un riesgo que soy incapaz de asumir, sobre todo si nos referimos al último de los museos citados, cuando en la raíz de nuestro debate se encuentra precisamente una exposición de las llamadas temporales, y no se dicute acerca de sus fondos o colecciones permanentes. Creo sinceramente que Eduardo Bauta no quería referirse con ese calificativo de "insuperable" a la colección de Armani, pues es de sentido común que sí es superable. ¿O no?
No hay "nostalgia ignorante", ni mi intención es matar a la arquitectura con la reivindicación de un giro en la línea programática de los museos. El término "mausoleo" que usé en mi artículo es bastante escatológico, lo reconozco, pero con él me refería al contenido, no al contenedor. Insisto en ello: el edificio es ajeno a la polémica; dejémoslo de lado, pues ello puede desviar nuestra atención de lo que considero que sí es el epicentro del problema.
¿A qué "teorías estéticas superadas" se refería Eduardo Bauta? Cuando alguien me habla de teorías superadas enmudezco y pienso en aquel autor que vino a decir algo así como que la historia de la filosofía no es sino una nota a pie de página de la obra de Platón. Nunca llegamos a superar teorías: van y vienen, surgen y se olvidan, se agazapan para sorprendernos luego, se reelaboran, se traducen, se interpretan, se asocian, se enfrentan, pero nunca nos dejan del todo. Piense cada uno de nosotros que su mismo instrumento de trabajo –sea éste el ordenador o el lápiz– es portador de infinidad de sentidos: ¿por qué nos sorprende entonces esbozar ese argumento "dentro de la perspectiva de la cuestión estética"? Hoy más que nunca nos rodeamos de objetos y de artilugios, de cosas e instrumentos. ¿Por qué no insistir en ese planteamiento y denunciar esa persepctiva dual a la que me refería en mi artículo? ¿Acaso no es precisamente eso lo que pregona Eduardo Bauta cuando advierte que "la aspiración estética debería estar dentro de cada uno en igual medida cuando se enfrenta a un texto, cuando goza de un cuadro, o cuano contempla cualquier obra de arte"? La estética surrealista –¿también ella superada? ¡No, desde luego!: el surrealismo es más un programa de vida que una poética– reclama la atención del objeto, tensa en él todas sus aristas, multiplica sus perspectivas y rompe su cotidianeidad con un toque preciso y sutil. Me resisto apensar que Marcel Duchamp está superado. O Juan Eduardo Cirlot, que aún está casi por descubrir. No sirve de nada superar teorías como quien salta escalones de dos en dos para llegar más rápido, pues al final no le espera sino el prepicio o la espiral: tal es la circularidad del arte que hasta las últimas técnicas electrográficas siguen apostando por un arte figurativo. ¿Seguimos disertando? No simplifiquemos, pues incluso la llamada "Gran Teoría" entretuvo al hombre durante suficientes siglos como para no sentirlo adocenado. El arte era ya demasiado largo para Baudelaire, que le hacía sentir así más corta la vida, como para detenerse a superar teorías.
A mi juicio, el planteamiento de la cuestión debe tener en cuenta el uso que a menudo hacemos de las palabras. Pues decir que un museo debe ser como un "ágora" o como una "plaza" puede desde luego conducir al error. Y quizás Ximo Ferrando estiró demasiado la goma del significante, tratando de alcanzar no se sabe muy bien qué significado . Y es que el uso metafórico de las palabras es inevitable. En estas líneas llevo usadas bastantes metáforas (estirar la goma, conducir al error, seguir un camino, matar la arquitectura, la raíz de nuestro debate, etc.) –toda expresión lo es: ¿pues cómo logran las palabras volverse hacia la realidad sino es a través del uso, a través del espacio público de la comunicación, en el que necesariamente se ven forzadas a significar algo? El segundo Wittgenstein nos dejó dichas cosas muy interesantes acerca de esta cuestión, y a su lectura os invito–, llevo usadas, decía, bastantes metáforas como para no ser consciente del riesgo que asumo: toda interpretación es en sí misma fruto de una "concordancia en la acción" –de nuevo Wittgenstein–, de una coincidencia implícita entre los hablantes en la fijación del significado. Y si pretendo ser entendido, necesariamente debo usar el lenguaje de acuerdo con esas reglas tácitamente admitidas por todos los que hablamos este idioma. (Pero por favor, no trates de refutar el proceso de adquisición de ideas como la de vivienda, pues eso que denominas repetición mecánica encargada de "asociar el concepto mental a una imagen social perfectamente mediatizada" es ininteligible a la razón. ¿Qué es un concepto mental? ¿Qué es una imagen social? Podría disertar largamente sobre ambas expresiones, pero me desviaría bastante del objeto de este artículo. Baste por ahora con revelar la inconsistencia de las nociones de imagen o concepto mental disociadas de su modo de expresión).
¿Entonces? La plaza o el ágora no me sirvieron sino para forzar la perspectiva desde la que se contempla normalmente un museo, y contrarrestar esa visión cerrada y elitista que se tiene de él. Tras la relectura de mi artículo y el de Eduardo Bauta, creo que la clave del malentendido reside en ambas palabras. Si una interpetación literal de ambas lleva a alguien a pensar en un centro comercial, desde luego que algo no funciona en la comunicación. Y desde la perspectiva del autor la respuesta fácil en estos casos es pensar que el lector se ha equivocado. Pero en este caso, movido por un afán nada desinteresado –no os equivoquéis–, decido intentar demostrarme a mí mismo que soy yo el que ha cometido el error. ¿Puedo hacerlo?
Desde luego que puedo. Forzar balanzas requiere colocar en uno de sus platos un contrapeso suficientemente fuerte, capaz de compensar la inclinación del otro lado. Históricamente, la decantación que ha ido sufriendo la idea contemporánea de museo ha desequilibrado su función, y para recuperarla debemos cargarnos de peso. Se me podrá advertir que la función del museo es precisamente histórica, y que por ello nada tiene que ver un museo de hoy con el museo del XVIII. Y que las ideas, como las personas que las piensan, son mutables. Coincido plenamente en ello. Pero es que yo no pretendo –¡alejad de mí ese cáliz!– trazar una idea inmutable y ahistórica, una especie de ente inmaterial llamado museo que impertérrito vive en el mundo platónico de las ideas. Si acaso pretendo alterar, modificar, rectificar una práctica, un hacer histórico y perfectamente identificable, y proponer para ello otro hacer, otra práctica, otra manera de llevar a cabo la cotidiana función de mostrar la obra de arte a las personas. Y esa propuesta, en cuanto se enmarca en un momento y un espacio históricamente determinados, sí que es legítima.
Cuando el periodista le pregunta a Kosme de Barañano –en El País del 30 de agosto de 2001– si el espectáculo le está ganando la partida al arte, o es éste último el que ha ensanchado sus fronteras, se ve obligado a contestar haciendo una referencia histórica ¡al renacimiento! Y con ese argumento justifica que "La parafernalia del espectáculo de la moda, de la ropa, ha existido siempre y no deja de ser un arte aplicado. Y que un museo, como el Guggenheim, haga de vez en cuando una exposición de Armani no me parece mal". Ese de vez en cuando lo delata. Pretender forzar la entrada de toda esa parafernalia por la puerta del museo, salvo que se haga a pequeñas dosis, puede acabar con la salud de cualquiera. Y eso Barañano lo sabe. La polémica que hubo en Nueva York, sorprendentemente, no ha llegado hasta aquí. He repasado las páginas del New York Times en la red, tratando de hacer una búsqueda selectiva del asunto, y he encontrado multitud de entradas. Y la mayoría, hasta donde he podido leer –el NYT vende los textos de sus colaboraciones antiguas por internet, no hay acceso gratuito– eran contrarios a la exposición temática de Armani.
Decir como dice Roger Salas en El País del día 13 de agosto de 2001 que "si por un vestido de cóctel de Jean Patou o un tailleur de los años felices de Coco Chanel o Christian Dior se pagan fortunas en las subastas de Londres y París, por qué no exhibirlos como verdaderas obras de arte. O al menos, como piezas artesanas donde hay mucho de arte y de eso que se da en llamar alta moda para los italianos, haute couture para los franceses, o alta costura en castellano", es a mi juicio llegar demasiado lejos. El propio autor del artículo comprende más adelante, al hablar del objetivo buscado con esta exposición, que el resultado fue más alabado por la prensa del corazón que por la especializada. ¿Es acaso en el "pagar fortunas en las subastas" en lo que se parece una obra de arte a otra obra de arte? Entonces lo admito: la obra de Armani es una obra de arte. Pero el propio Salas parece echarse atrás: "o al menos, como piezas artesanas donde hay mucho de arte", insinúa a continuación para rebajar las ínfulas. La artesanía se le aparece así como una categoría inferior al arte –!siempre las jerarquías, siempre la perspectiva piramidal!– y por ello buena para albergar eso que se ha llamado "alta costura". Empieza a tocarme las narices tanta alta costura y tanta chorrada. ¿A qué viene tanta literatura colateral, tanta tozudez al reclamar el maridaje de la alta costura con la obra de arte? Vuelvo a mi artículo: es legitimación no mercantilista, es marketing perverso, es utilización burda y descarada del espacio museístico para convertirlo en stand de feria, en escaparate de moda, en lugar atractivo para que la gente entre.
Llegará un momento en el que al entrar en el museo te regalarán bonos de descuento para comprar en grandes almacenes ropa de Armani. Un modo más como otro cualquiera de atraer gente a los museos. Ya lo reconoce Juan Ignacio Vidarte, director general del Museo Guggenheim de Bilbao, en una entrevista que le hizo este verano Óscar Gogorza, también en El País del 13 de agosto –curioso y revelador este paseo estival ente museos y altas costuras– cuando exhibe orgulloso sus cuentas de autofinanciación, próxima al 75%. Un tercio corresponde al patrocinio, otro se obtiene a través de la venta de entradas y el último tercio tiene que ver con la mercadotecnia. Un porcentaje de los más elevados de Europa. Y más adelante añade que "es dificíl lograr que el Guggenheim sea un museo de élite en el mundo de los museos de arte moderno y contemporáneo y al mismo tiempo un tractor de la economía vasca, pero tratamos de equilibrar ambos papeles y creo que se está logrando. Lo que pasa es que muchas veces, como son objetivos ambiciosos, se pone más énfasis en los retos económicos". Y por último, ante la pregunta que se le hace sobre si la mercadotecnia es una forma de banalizar el arte, contesta con un "Puede serlo, sí. Los museos, por desgracia, lo digo conscientemente, no generan dinero. Serían mucho más libres e independientes si generaran mayores recursos, pero son deficitarios y requieren ayudas. Pero el hecho de ser deficitarios no significa que deban seguir siéndolo. Para que su actuación sea más sana debe minimizar la dependencia con los recursos públicos; por eso este museo quiere maximizar su autofinanciación. Nunca generará dividendos, pero sí cubrimos las tres cuartas partes de nuestras necesidades. Esto exige un gran rigor en las cuentas, captar público como, por ejemplo, a través de la mercadotecnia. Sin embargo, no podemos pervertir la misión del museo banalizando su contenido".
Reitero la cita de Francesco Poli que inserté en mi primer artículo: la eficiencia ha pasado a ser la palabra clave de los conservadores de museos, que se ven forzados a actuar como auténticos "managers", como empresarios dispuestos a maximizar beneficios y lograr la máxima coordinación entre los circuitos de producción distribución y consumo de obras de arte. Y para ello, de vez en cuando conviene traer al mundo de la alta costura, a ver si con su paso se logra atraer a la masa para cruzar la cada vez más obsoleta puerta del museo. Otra vez Kosme de Barañano, tan sincero él, contesta a la pregunta sobre la desacralización de los museos advirtiendo que "el arte, como la ciencia, siempre es una cosa de minorías. La gran masa no accederá al conocimiento profundo sin una preparación para ello. No es un espectáculo tan visual y emotivo como el fútbol, que agrupa conocimientos muy dispares. Entonces, creo que hay que desacralizar, en el sentido de socializar y permitir el acceso, pero no dejará de ser, como la poesía, algo minoritario".
Entonces ¿por qué ese afán de llegar a todos a cualquier precio? ¿Será la influencia perversa de los medios de incomunicación de masas? Convendría detenerse a pensar en ello.
Intuyo, a la postre, que coincido en algunas cosas importantes con Eduardo Bauta, pero que nos hemos confundido al expresarlas, al menos yo. Comparto con él esa aspiración al goce estético como "posibilidad vital necesaria", esa pérdida –que se torna reencuentro con uno mismo– entre la multitud para confundirse dentro del animal denso en el que habitamos. Pero no me envíes al centro comercial a buscar obras de arte. El mismo centro comercial, si pudiéramos transportarlo empequeñecido, podría caber en un museo. ¿Sería por ello obra de arte? Es esta una cuestión que dejo abierta, pues el espacio que ocupa este artículo es ya excesivo. ¡Salud!
Me gustaría conocer un poco de la estadística de compra del perfume de Chanel N°5 a partir de un anuncio impreso en la revista femenina veintitantos.
Gracias
Comentado por Luz Irán el 16 de Noviembre de 2002 a las 06:39 PMsi alguien pudiera decirme como encuentro la imaagen del anuncio de chanel o bien mandarme o en el peor de los casos en que numero de la revista salio o en cuales otras.
Comentado por andrei zenteno el 6 de Noviembre de 2003 a las 12:24 AM