Ximo Ferrando
Armani sonríe antes de encontrar razones que justifiquen la presencia de una colección de prendas de vestir en las salas de un museo de arte contemporáneo. [...] ¿Se considera, entonces, un artista? 'No quiero responder a esa pregunta', contesta en la penumbra de una sala del museo forrada de negro, en la que se expone una colección de vestidos de noche. 'Tendría que decir que la moda es arte. La moda es el espejo de la sociedad'. El País, 22 de marzo de 2001.
La exposición organizada recientemente por el museo Guggenheim de Bilbao, con 400 vestidos diseñados a lo largo de 25 años por Giorgio Armani, nos muestra cómo la utilización de los espacios museísticos para actos sociales, bajo el manto protector de la obra considerada artística, está llegando a límites bochornosos.
No discutiré en estas páginas la valía estética de los vestidos de Armani. Ni el encanto o la belleza que puedan incorporar sus tejidos, sus trajes y sus oropeles. Lo que me asombra, lejos ya del dogmatismo y de la barricada, es ver la naturalidad con la que se reciben en nuestra sociedad este tipo de acontecimientos. ¿Nadie sospecha del mercado de la moda? ¿Nadie advierte que es un mercado necesitado de legitimaciones no mercantilistas, y que para lograrlas se disfraza descaradamente de obra de arte, reclamando así su derecho al espacio museístico, y que pretende, además, entrar por la puerta grande de la "élite" artística?
Ya sospechaba de los museos. Siempre me parecieron enormes mausoleos construidos para reunir cadáveres exquisitos. Pero siempre me quedaba, al entrar en ellos, como un ligero rumor de huellas en el aire, de tertulias fantasmales, como si la presencia de sus autores quedara enmarcada por las obras expuestas a mi curiosidad silenciosa. Pero ahora ya no sospecho, sino que constato la perversión del sistema.
Las obras de arte y los productos elaborados por una sociedad para responder a sus necesidades básicas, ¿en qué difieren? Todos convenimos en que no son lo mismo un cuadro de Velázquez, una máscara o una lanza de los masai, una túnica papal del siglo XV o una vasija de barro de los íberos. Los objetos elaborados por una cultura para satisfacer sus grandes necesidades –abrigo, comida y reproducción, con sus correlatos religiosos y simbólicos–, difieren de los objetos denominados artísticos. Un vestido de Armani es encuadrable en la categoría de objeto de abrigo, por muy sofisticada que sea su elaboración y por mucha sensibilidad que su autor haya depositado en su obra. No veo a los masai haciendo una exposición de los trajes usados por la tribu para el solaz de sus miembros. O a los incas exponiendo los objetos elaborados para la celebración de sus ritos religiosos, fuera de esos ritos religiosos. Para ellos sería un sinsentido, poco menos que un sacrilegio. Estela Ocampo, en su libro Apolo y la máscara, nos desvela la maniobra de Occidente tras descubrir las artes primitivas y salvajes. Es precisamente el temor a lo diferente, a lo extraño, lo que mueve al europeo a la más radical museificación de tales objetos, inoculando categoría estética a objetos que no eran arte en absoluto, como decía J. Baudrillard.
Las exposiciones antropológicas sobre culturas precolombinas, que abundaron en nuestro país durante el quinto centenario, fueron un ejemplo clarificador de esa actitud temerosa ante lo desconocido. En ellas los objetos de los aztecas, los mayas y los incas no venían a nuestros museos a celebrar sus ritos; antes bien, les aplicamos cerrilmente nuestra tradición dualista, y vimos su forma "estética", desdeñando su contenido simbólico, como si ambas esferas pudieran ir por separado. Desde la cultura griega recorren nuestro pensamiento categorías duales como alma/cuerpo, forma/contenido, etc., que vienen a mostrarnos un modo concreto de hacer, un modo de ser y de estar en el mundo. Y juzgamos al resto de las culturas según ese patrón etnocéntrico y avasallador, propio de conquistadores sin escrúpulos.
Sorprendentemente, la sociedad occidental, en un grado insólito y enfermizo de narcisismo, pretende verse a sí misma desde esa perspectiva desde la que ve a los otros, y trata a su vez de descontextualizarse, y transformar así sus objetos de uso cotidiano en obras de arte mediante la aplicación de ese dualismo forma-contenido. De este modo, si Armani quiere que sus vestidos sean vistos como objetos artísticos además de vestidos, no tiene más que llamar a las puertas de un museo y éstas se abren de par en par, dispuestas a recibir en su seno al genio del artista que los ha creado. Sus vestidos se dejan a la entrada esa pesada carga de la utilidad propia de su contenido, y se muestran así tal como una forma artística sin más, dispuesta y ordenada para el goce estético del espectador. En principio, nada habría que objetar a ello. Es más: esta operación descontextualizadora es realizada por el arte concreto y conceptual con gran acierto. Pero esos artistas experimentales no buscan la descontextualización como pretexto, como instrumento de mercado. Antes bien, con sus propuestas artísticas atacan en su línea de flotación a la mercantilización, al comercio impúdico, a la especulación de la obra de arte, fagocitada por el sistema. Quien quiera ver un vestido de Armani que vaya a la tienda, pero que no nos lo muestren en la plaza pública que es todo museo. Y si se empecinan en ello, cabría preguntarles si no sería más apropiado, dados sus planteamientos, que Armani expusiera sus vestidos en la tribu de los masai como modo de intercambio cultural. Pero hacerlo en nuestra sociedad es, desde luego, un sarcasmo.
Porque un museo es –o debería serlo, digámoslo ya y sin más tapujos–, un ágora, una plaza pública, un lugar donde reunirse para ver y para recrear la obra artística, para educarse en la contemplación activa de las construcciones que los otros nos muestran para nuestro goce y para aumentar nuestra sabiduría. Lejos de acudir a la plaza pública, Armani acude al museo como a una feria comercial, como a un gran stand publicitario dotado de esa legitimación a la que aludíamos antes. No deberíamos dejar que ocurrieran estas cosas. Y no por entender ese recinto como lugar sagrado e inmaculado, ajeno al exterior, como enseguida contraatacan los mercantilistas y armaniólogos. Muy lejos de defender esa supuesta virginidad museística están mis intenciones. Antes bien pretendo reclamar la gratuidad, el desinterés comercial, la desmercantilización del espacio museístico y su invasión por la multitud transgresora, capaz de devolver al museo ese carácter de plaza pública que reclamaba más arriba.
¡Cuánta hipocresía y cuánto engaño al preconizar la unión entre la sociedad y el arte, como le he leído a algún defensor del acto museístico de Armani! Curiosamente reclaman esa unión sólo cuando a ellos interesa. Pero en cuanto el arte se acerca a la revolución, cuando pretende erigirse en reclamo y voz de los humildes y los desposeídos, entonces el arte es panfletario y político. Ahora bien, si es la jet-set quien arrima el arte a su sardina, logra que se abran las puertas de los museos, y defiende entonces toda suerte de ósmosis, síntesis y simbiosis arte-sociedad, como algo necesario para la humanización del arte. ¿En qué quedamos? ¿A quién pretenden engañar? Como señala lúcidamente Francesco Poli en su libro Producción artística y mercado, la función fundamental de los museos sigue siendo consagrar valores artísticos que nacen guiados por un complejo juego de intereses, no siempre culturales. De ahí la necesidad de los grupos dominantes de arbitrar un uso de los museos lo más productivo posible, lo más funcional con respecto al sistema de producción-distribución-consumo del mercado [...] la eficiencia es la palabra clave de los conservadores de museos, auténticos "managers".
Posiblemente, Isabel Preysler, tan cotizada en el revisteo modil y tan fotografiada en el evento armanófilo del Guggenheim, no sabría jamás lo que es un museo si no fuera por esa carga de alcurnia y elitismo que conlleva el visitar las grandes pinacotecas, saber algo de obras de arte, colgar un cuadro valioso encima de su chimenea, asistir a la inauguración de la exposición organizada por Armani, etc. Todos esos eventos de distinción social encajan perfectamente como piezas de un rompecabezas, y vemos incluso como algo lógico y normal, hasta de sentido común, que así ocurra. ¡Hasta qué límites llega el embrutecimiento de la sociedad contemporánea!
El sistema gusta de comerse a sus hijos, y más si estos son los transgresores. Los artistas, que si alguna función social cumplen es precisamente la de ser adalides de esa labor transgresora, callan ante semejante atropello. Y su silencio nos afecta, pues está en juego precisamente la recuperación del museo como espacio a disposición de los ciudadanos para el desarrollo en libertad del arte.
quiero ver vertidos diseñados
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