Revista poética Almacén
Colaboraciones

La burla de la transición

Ximo Ferrando


Sentado en el sillón del salón, junto a la chimenea, leía en el periódico, un día cualquiera de diciembre de 1975, los ecos de la muerte de Franco mientras recordaba, desde mis quince años, el grito de ¡Franco, Franco, Franco! que oí de pequeño, cuando Mari Cruz, una de las porteras de casa, me llevó junto a la catedral, una tarde en la que el Caudillo vino a Valencia a visitarnos de pie en un coche negro y brillante, vestido de gala, saludando con mano parsimoniosa a uno y otro lado de su recorrido. Fue tan fugaz, tan visto y no visto, que en mi recuerdo apenas se juntan los colores de su uniforme y las galas de sus escoltas a caballo. Habían transcurrido varias semanas desde su muerte, y en clase de sexto de bachillerato nos pasábamos noticias frescas sobre cualquier acontecimiento, oíamos por las noches Radio Francia Internacional y organizábamos con los profesores de historia y de filosofía charlas, seminarios, trabajos, todo lo que sirviera para recuperar aires y sensaciones de libertad.

En ese momento entró en el salón mi hermano mayor muy alterado, sudando, con la cara traspuesta. Me contó que venía de repartir panfletos en la calle con un compañero del partido. En la plaza del Patriarca les había atacado un grupo fascista con porras y cadenas, y se libró por suerte: él estaba en la esquina opuesta a la de su compañero, y escapó a tiempo. En cuanto pudo, tiró los panfletos en una papelera y llamó a una ambulancia, pues a su compañero le habían dado un golpe en la cabeza y sangraba abundantemente. Supe por primera vez en mi vida que la política era algo más que papeles, y que suponía de veras un riesgo físico. La transición fue construida a partir de incidentes como el de mi hermano, a base de golpes y charcos de sangre, de panfletos repartidos en las esquinas y en las plazas. La única transición que conozco fue la que se hizo desde la calle, la de aquellos que gritaban exigiendo libertad y arriesgaban su salud e incluso sus vidas por ella.

Hoy leo en los periódicos glosas rimbombantes, personas ilustres que dan boato y alaban a otras personas ilustres, monárquicos recalcitrantes vomitando elogios sin recato, y sobre todo leo y oigo que nuestro presidente del gobierno estudiaba. A sus veintidós años estudiaba y veía la televisión, "esperando noticias, como cualquier joven español de entonces". El presidente del gobierno español nació el mismo año que mi hermano mayor. Tenían la misma edad cuando ocurrieron los hechos. Pero sus actitudes eran diferentes, y también sus vidas. Posiblemente, el presidente del gobierno español no supo entonces que después de la muerte de Franco podría llegar un momento en el que le tocaría dar cuenta de sus actos. Pero eso no importa: en aquella época todos sabíamos, incluso yo con mis quince años lo sabía, que no se podía ser indiferente, que había que estar con unos o con otros, que a la puerta de los institutos y de las facultades te cruzabas cada día sí y al otro también con un grupo de policías vestidos de gris, y te preguntabas por la razón de su presencia. Se transmitían consignas, se discutía acaloradamente, se afirmaban con rotundidad ideas, acciones, proclamas. En las asambleas de clase siempre había dos bandos, pero ningún alumno quedaba en medio. Y el que callaba, sabía al menos que su silencio era cómplice, pues implicaba asentimiento al poder establecido.

La transición española no fue modélica. ¿Cómo serlo si todavía no se han reconocido los crímenes? ¿Qué modelo de transición pretendemos, si desde el gobierno español no se reconoce el daño, no se admite la barbarie, no se acepta la aberración histórica de la dictadura?

En España no hubo transición: en los procuradores franquistas hubo trampa, cálculo frío e inmutable, pero también hubo miedo, convencimiento real del peligro que corrían sus cabezas si no aceptaban la tibia reforma política que les propusieron votar. Y tras votarla, se fueron a sus casas y se sentaron en sus cómodos sillones a descansar y a ver pasar el tiempo, como si nada fuera con ellos. El sillón y la cárcel, ¿de verdad pueden reconciliarse? Desde la comodidad y el lujo placentero de sus hogares, construidos en connivencia con el fascismo, no se pueden arrogar el padrinazgo de la transición. No hubo sino renuncia a la revolución; los únicos padres de la transición fueron aquellos que, como mi hermano mayor, renunciaron a reclamar lo que legítimamente les pertenecía y aceptaron como mal menor dar la mano al opresor.

Porque el problema de España es que no hubo un proceso de catarsis colectiva, no rodaron cabezas, como rodaron en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Italia... Y quizás la razón haya que buscarla en el acuerdo medido entre el cálculo del fascista y el hartazgo del revolucionario, guiado por su instinto natural de supervivencia: los unos cedieron para mantenerse en el poder (económico, social, religioso) y los otros para no romperse la cabeza en las esquinas. Pero que no nos engañen: los que entonces estudiaban, imparciales y asépticos, no pueden reclamar paternidades. Si acaso los otros sí deberíamos reclamarles respeto escrupuloso, y vigilar sus actos, pues es norma de sentido común que nadie aprecia aquello que nada le costó obtener. Y a nuestro presidente del gobierno, desde luego a sus veintidós años, la democracia se la regalaron.


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