Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

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El adiós

A casi nadie se le dan bien las despedidas, pero me atrevería a decir que a mí un poco peor. De la literatura castellana, rescato un solo verso, muy temprano, o aún mejor su mitad: "como la uña de la carne". No es casi memorable, apenas necesita ser visible porque es evidente, se presta a una repetición anónima y múltiple. Así, como la uña de la carne, me partí yo muchas veces. Partir significa marcharse y dividir. Algunas despedidas tienen ese doble efecto de la distancia: separan de los demás y nos divorcian de nosotros mismos.
Sólo tiene una sílaba, pero "no" es la palabra que más me cuesta decir. Y, después de ella, "adiós". Mi mente suele alimentar su crecimiento, y luego las confina, no sin cierta crueldad, en la jaula dorada de la tartamudez, o de la nada. Escribo para poder negarme y despedirme de un modo que no me ha sido otorgado por la vida, y aunque al fin la escritura sólo sea la más civilizada forma del silencio, algo ayuda a librarse de tantas negativas y adioses enjaulados.
Recuerdo mis tragedias infantiles, muchas de ellas causadas por una obstinada resistencia a aceptar que todo se termina. Ese es un sentimiento que no me ha abandonado. Ese desfile fascista del tiempo destructor me enfada con la misma violencia con la que uno se enfrenta a las batallas perdidas. Esa fuerza que no sirve de nada, que se complace en no servir de nada. Tampoco yo, sospecho, sirvo para nada. Es una ventaja: no tengo precio, no soy intercambiable, me pasaré la vida haciendo cosas bellas e inútiles. Ojalá.
Solía ponerme triste antes de viajar porque no podía evitar pensar en el regreso. Con un grado más de cinismo, adquirido en virtud del tiempo destructor, ahora viajo todo lo que puedo, pero los regresos me siguen desollando. Como la uña de la carne, dejé ciudades colgando en el vacío de mi memoria, que no suele ser fiel, y sobre todo me di una vez la vuelta, cuando ya era demasiado tarde. Y quizás aquel vacío, tan detrás y tan dentro, es el que sigo llenando todavía.
Hoy dejo este lugar y, amante de las formas, me despido. Quisiera haberles dado mis palabras sin la cicatería que suele presidir la compraventa de las emociones. Me gustaría no haberles asfixiado con mi proclividad a las hazañas del yo. Me encantaría pensar que alguna vez desperté su sonrisa o su sorpresa, pero esas, desde luego, son palabras mayores. Y si esto fuera una oración dirigida a un dios ciego y sordo, como todos los dioses, le daría las gracias por haberme hecho amar el ejercicio inútil de las letras, único territorio del que podemos ser reyes sin tierra o reinas sin consorte, soberanos por fin de nuestros propios trazos, dueños para poner punto y final.


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