Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

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El placer

Aquí, donde las yemas de mis dedos ensayan una caligrafía ya invisible, hecha bytes o pedazos, empieza para mí una de las posibles dimensiones del placer. Desprovista mi letra de toda curvatura, quizá algo de ese énfasis que pongo al escribir a mano traspase los dictados de la tipografía y se tienda a los pies de quien me lee. El martilleo de la máquina es ahora la alegre voz de mi conciencia, y quisiera que el timbre de esa voz asentara tan sólo debajo de las manos o en sus ojos, con seguridad más libres y generosos que mi mente. La presión de los dedos contra el teclado puede ser también áspera y rencorosa, pero hoy todo se alía para que las palabras obedezcan a su sombra y me sigan, ratones de Hamelín, tragándose la angustia de la página en blanco.

Otras veces, las más apetecidas, escribo en mis cuadernos. Siempre he pensado que me reclino sobre las libretas con el ardor minucioso de la entrega. Lleno varias a la vez, y las tatúo con letras, colores y recortes, como si precisara un mapamundi íntimo para mis correrías, un plano desplegable que me lleve a donde ni procuro ni pretendo. Cuando las termino, suelo regalarlas. No como se regala lo que ya no tiene valor; tampoco como quien da lo más preciado. Me deshago de ellas porque si las guardase me pesarían mucho, y porque creo que en realidad jamás han sido mías. Siempre escribo de espaldas a lo poco que sé, por eso lo disfruto. Por eso ni me tacho ni me leo.

Me pregunto cómo me las arreglaría si no me fuera dado el goce y el castigo de escribir. Supongo que me entregaría de forma preferente a cualquiera de los pequeños placeres que ejercen como comparsas de mis días. Me pasaría el día escuchando el sonido del agua sobre la porcelana o sobre la madera. Mediría la longitud incierta de las gotas cuando llueve con ganas. Cuántos centímetros no se me escaparían de las manos. Porque la lluvia que fue cayendo lentamente sobre mis calles hasta que me hizo agua de su agua, la que me refrescó la cara y el recuerdo, la que me fastidió la fiesta, la que no se detuvo ante la roca, la que minó las piedras y dio su olor mojado a la hierba esporádica de las alcantarillas, esa, y no el tiempo helado, es lo innombrable.

Y si no pasara tanto tiempo escribiendo, también dejaría caer botellas inservibles en los contenedores de reciclaje para oír la pelea del vidrio contra el fondo. O pediría descafeinados de sobre, me guardaría el sobre en el bolsillo, apartaría la taza, cogería la jarra de metal y con la cucharilla iría sorteando el líquido templado hasta quedarme sólo con la espuma. O haría café con el único propósito de olerlo.

De mi madre heredé un olfato despierto, y el afán de afinar los sentidos más ciegos. El mundo fluorescente que habitamos va embruteciendo el tacto, el gusto y el oído, que no tienen palabras a su disposición. Tal vez se han dado cuenta de que las descripciones de los vinos se parecen muchísimo a las cartas de perfumes. Y que aplicamos a la voz metáforas táctiles: aterciopelada, rugosa, áspera. El sabor, el sonido y el aroma tienen profundidad, por eso se habla de ellos en términos de acordes, de volúmenes o de rastros. Por eso se confunden entre sí, por eso nos confunden cuando se nos acercan. Nuestro cerebro, que es en su núcleo reptil, en su nudo mamífero y sólo en su cáscara humano, no procesa en el neocórtex más que la información estrictamente visual. De todos los mal llamados sentidos secundarios, el olfato es el menos sujeto a códigos y leyes neuronales. Si no me gustara tanto escribir, probablemente dedicaría mi vida a desentrañar los misterios del olfato, sujeto apenas a ese filtro censor de la razón, libre de las cadenas del lenguaje.


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