Esta semana tuve que hacer un viaje muy largo. Suele gustarme viajar, y la lentitud del tren, que a algunos incomoda, en mí tiene virtudes terapéuticas. Mi corazón es arrítmico en estado de quietud y sólo parece encontrar acomodo sobre raíles. Pero lo cierto es que esta vez ni yo ni mi corazón deseábamos viajar en tren. Imaginarme todas esas horas dentro de un vagón, compartiendo miradas, palabras y olores con seis desconocidos me producía muchísimo fastidio, hasta el punto de que me asaltaban constantes tentaciones de suspender la ida.
A menudo me sucede que cuando, con mucha fuerza, no deseo hacer algo, la vida acude, solícita, para hacer realidad mis peores intenciones. Esta vez fue la banda magnética de mi tarjeta de crédito. No sé si alguna vez les conté que tengo la extraña capacidad de desmagnetizar objetos. El caso es que, por enésima vez en quince días, llevaba los bolsillos vacíos y una tarjeta inútil en la mano. Me di cuenta cuando llegué a la estación en la que debía efectuar el transbordo y comprobé, con alivio, que otra vez el azar me había puesto en bandeja la ocasión para volver a casa.
Tenía miedo a viajar. Lo de menos era hacerlo sin dinero. Podía llamar a alguien y pedirle que me enviara el importe del hotel por giro postal hasta dar con una sucursal de mi banco. Pero decidí aposentarme en la estación a la espera de un tren que me llevase de regreso. Para convencerme me repetí a mí misma que, aunque había perdido el importe del billete, me había ahorrado tres noches de hotel.
Pero mi bienestar duró muy poco. No sé si han experimentado alguna vez la sensación de estar donde no deben, pero les aseguro que en cuanto volví mi ciudad no salió a recibirme, y se me convirtió en un lugar hostil o, más precisamente, en un no lugar. Todas sus calles, al verme pasar, me susurraban al oído la palabra cobarde, y yo agachaba la cabeza porque sabía que llevaban razón.
Era muy importante para mí, diría incluso que era decisivo, hacer ese viaje. De ahí la intensidad, la voluptuosidad del miedo. Porque nunca se teme a lo insignificante, sino a aquello en los que nos va, literalmente, la vida. Como mi bella ciudad me rechazaba, empecé a pensar en los disfraces que adopta el demonio del miedo. Siempre creí, tal vez lo escribí ya, que dice más de una persona lo que desea que lo que tiene. Seguramente sean también más elocuente los temores que los actos. Me senté en las escaleras de la plaza de la Quintana, y vi pasar el miedo de la gente. En una mujer morena, de prisa en los tobillos y aros en las orejas, intuí el vértigo. La nariz afilada de un muchacho me informó de su angustia ante los pájaros. Una chica llevaba un jersey rojo y pensé que tal vez exorcizaba incendios. También el miedo tiene sus figuras, y se viste de altura, de animal o de peligro, y se esconde en los pliegues de un paño para el oro. Y a cada cual nos llega y nos asalta por sorpresa, como amante avisado e imprevisto, en la nuca, en las sienes, detrás de las rodillas.
Pensando en otros miedos acompasé los míos. Ajusté cuentas: hay dos bastante grandes, y muchos diminutos. Mi rechazo a viajar tenía que ver con mis dos miedos grandes. Me levanté, aún con mis inquilinos instalados en la boca del estómago (ese es, precisamente, el lugar de mi miedo), y volví a la estación. Había perdido el billete de ida, pero no quería perder la oportunidad de regresar, esta vez de verdad, desde lo ignoto. Siempre he pensado que el destino existe, y que me cuida, y esta vez el destino se personó en la efigie de un atento funcionario de Renfe que me atendió, aún temblorosa, y removió cielo y tierra para que no tuviera que volver a pagar el importe completo del billete.
Esta vez hice el transbordo. De camino a la estación había comprado la revista "Sorpresa", píldora de cultura popular, y en el entretiempo de la espera dejé que su sabiduría refranera supliese mis carencias en sentido común. En la sección de frases célebres le atribuían a Montaigne la siguiente máxima: “Haz precisamente aquello que te da miedo”. En paz con la memoria de Montaigne, de Dios o de quien fuese, y con mi corazón desordenado, subí al tren de lo incierto y con un paño blanco les dije hasta la próxima a todos mis temores.