Los veo pasar al mediodía, su hora fatal, entregados a la resaca o a la prisa. Mi ciudad es necrópolis los fines de semana, pero los músicos no saben de calendarios ni de muertes. Y eso que algunos de ellos se pasean por las calles, con su instrumento a la espalda, enfundado como ataúd que transportase el cuerpo de alguna amada inmóvil, semioculto como arma para usar en legítima defensa. Hablan algunos de las guitarras y parece que están hablando de sus novias. En realidad, se diría que la novia es siempre la música. Que las cuerdas sedosas, la madera ondulante y el mástil bien cimbrado no son más que pretextos para acceder a un ámbito casi masturbatorio o, en todo caso, apenas compartible.
Escribo con conocimiento de causa. Mi hermano, mi alter ego, my one and only love, es pianista. Hace poco lo escuché tocar un preludio en un concierto y, para mi absoluto desconcierto, asistí al modo exacto en que acaricia la piel de sus muchas mujeres. El preludio se volvió preliminar; la música le hizo justicia como amante. Comprendí, de repente, su legendaria fama de don Juan, y hasta justifiqué la frialdad que lo acomete siempre que la "tristeza de después" se instala, como coda, en sus amores breves. Si es cierto que mi hermano acaricia a sus novias con la delicadeza, la precisión y la ternura con la que es capaz de pulsar las teclas del piano, quizás también yo, como ellas hacen, sabría perdonarle la torpeza final.
Mis relaciones con los demás músicos han sido, quizás por menos platónicas, mucho más desastrosas. En esto la culpa la tengo sólo yo. Porque fijarse en un pianista no es delito. Tu cuerpo es extensión de pulsaciones: las blancas te sujetan, las negras te dan vértigo, tu piel de laca brilla, tu carne es de madera.
Quien ame a un contrabajista tendrá, por otra parte, amores sagitarios, y en el carcaj pondrá la flecha emponzoñada de la que hablaba Rilke: "¿No habrá llegado el tiempo en que nosotros/los amantes, nos libremos de quienes amamos, vencedores temborosos?/De ser como la flecha que, venciendo a su arco, se suelta, toda fuerza,/y se convierte en más que en ella misma?/Porque en ningún lugar se está en reposo".
Si tu amante toca la trompeta, tuya será otra vez la edad de oro, su fulgor amarillo, su lujo primordial. Y bajo el aluvión de monedas doradas, el sonido más íntimo. Con sólo tres pistones en la carne metálica de su instrumento cruel, el trompetista ha aprendido a buscar dentro de sí, sobre todo en los labios castigados y en la lengua, los sonidos que desea entregarle al aire. Buenos buceadores, los trompetistas suelen ser, en cambio, demasiado vanidosos. Recordarán aquella película de Spike Lee, basada en la vida de Clifford Brown, en la que el protagonista apartaba furiosamente a su novia porque se había atrevido a mordisquearle la boca, su orgullo, su polea.
Lo que no es, en absoluto, perdonable es enamorarse de un batería. Y eso a pesar de su innegable atractivo. Todavía más nómadas que el resto de los músicos, los baterías van con sus casas a cuesta, caracoles nostálgicos, pero esta vez la casa es desmontable, como esas viviendas nórdicas de cortar y pegar. En cada actuación, el batería construye su hogar prefabricado. Igual que un escultor, levanta su instrumento de la nada y lo asienta en el mundo. Eso sí, antes de caer en la tentación es conveniente reparar en sus muchos defectos. Para empezar, son seres de conciencia fragmentada. A fuerza de contravenir la coordinación de manos y pies, y de tocar con un solo cuerpo a varios ritmos, son incapaces de centrar su atención en un único objeto. Por no hablar de su tendencia a la fanfarronería, de su mucho ruido y pocas nueces. Pero lo más terrible, probablemente, sea su incapacidad de querer. Más acostumbrados a golpear que a acariciar, cuando aman suelen tener, con razón, miedo de herir. Y, cuando no acarician, duelen más.
Si alguna vez tienen la mala suerte de enamorarse de un batería, pídanle, por su bien y en mi nombre, que no coja las baquetas, sino las escobillas. Que el fieltro esponjoso cubra siempre sus mazas. Que no haga de su cuerpo piel tensada, sino tambor ritual. Y que el gong del platillo no sea nunca estertor, sino piedra ampliada en estanque.