Se lo escuché decir a mi amiga cubana Zulema Aguirre: "En este país, la conversación es el sexo de las almas". De donde se infiere la necesidad de andarse con cuidado: yo no suelo acostarme, siquiera verbalmente, con cualquiera. El oráculo fue encontrando su razón de ser en sucesivas jornadas. En el día primero fue Fernando, que me habló del tamaño de las plantas africanas, y que me desveló que Addis Abeba significaba "nueva flor". Nunca lo hubiera supuesto. También me dijo que en Etiopía había dejado un hijo, ya crecido, al que no conocía. Era un hombre relámpago, a la vez asombrado y luminoso.
En el segundo día fue Mauricio, que lloró junto a mí en una quinta llena de estatuas desamparadas. —De tu nombre me gusta, quise decirle, el sur. Recordé el libro chino, que identifica el sur con la madera. Pero me limité a acariciar el río revuelto de sus lágrimas, mientras obraba en mí el triste Heráclito: entre los dedos, un fino cedazo para atrapar el oro que no vuelve a pasar. Esa emoción del hombre que regresa a la infancia, a un tiempo que aún permite la lujuria del lloro. Y, vuelta hacia mi seno, descubrí en mí a la madre.
No hablo de un reloj biológico que marque puntualmente su destino, no del legítimo deseo de la maternidad, no de una proyección del hontanar mujer sobre algún afluente delicado. Describo, simplemente, a la madre que sin duda ya he comenzado a ser. Que llevo siendo, tal vez, desde aquella mañana (tendría unos tres años) en la que desperté, sobresaltada, preguntándome si mi hermano habría dormido bien. Caminé hacia su cuna, me agarré a los barrotes y velé, sonriente, el resto de su sueño. Hablo, entonces, de la maternidad como dimensión del amor. Y me atrevo a decirlo desnudo, así, "el amor". Palabra imponderable de la que, a lo mejor, tan sólo no fue dado ver su hondura.
Hace tiempo, en un café, un músico llamado Mariano me confesó que, tras nueve años de convivencia, al meterse en la cama con su mujer sentía que se acostaba, al mismo tiempo, con su novia oficial, con su legítima esposa, con su hermana pequeña, con su hija menor, con su amante silenciada y con su santa madre. "Al montón, que poquitas son", pensé yo, invocando el rumor de harenes y de arenas. Todos esos afectos superpuestos, sedimentados, sólidos conforman, con el tiempo, la arqueología de nuestras relaciones. Una ruina ática o un palacio submarino: eso depende ya de cada cual. Y de la pátina que, sobre su espesor, van posando los días y los años.
Una vez leí que el beso había nacido cuando, celoso, el hombre quiso imitar el modo en que la mujer alimentaba a su hijo dándole, como pájara, alimento y saliva de su boca. Se lo conté a Mariano, y los dos llegamos a la conclusión de que el placer que sentimos al escuchar la voz humana, en su forma rota de susurro o en su forma alada de canción, es un recuerdo ciego de aquella voz primera de la madre, bóveda de la cuna, alimento más dulce que la leche.
En el tercer día de mi estancia habanera el oráculo volvió a cumplirse, de manera, quizás, definitiva. "La conversación es el sexo de las almas". Su nombre me era más difícil de pronunciar que el de Fernando, también que el de Mauricio. Suele suceder con los nombres cubanos, que en estas latitudes pasarían por pseudónimos, y allí rompen, en cambio, el muro de la distancia personal con el brío de la espuma botada a la ribera. Me resisto, con todo, a escribir su señal. Como los trovadores, que negaron el santo a sus mujeres, omito a ese tercero. Pero, en cambio, diré que hablar con él fue encuentro imprevisible, violencia y ternura, azar multiplicado, objeción de conciencia contra el dolor del mundo. Dejo aquí testimonio de mi agradecimiento.