Ya sabemos que el paraíso no es la infancia, sino su memoria. A este espacio sagrado Rilke le llamó patria. Hoy tal vez preferiríamos el sosiego de una palabra más pequeña. A mí se me ocurre alma, que rima en asonante y no tiene diptongo. En el pozo profundo de la mía, guardo entre paños de oro un recuerdo al que ahora estoy ayudando a subir (ascender es también traer al presente) con la frágil polea de la escritura.
La profesora del jardín de infancia quería explicar la rueda de los alimentos y nos pidió que llevásemos a clase cualquier cosa comestible: una fruta, un mendrugo de pan, arroz o pasta, huevos... Fui corriendo a contárselo a mi madre, a quien siempre he sabido pródiga en tactos, cuidados y saberes. Mamá fue a la cocina y, para mi sorpresa, volvió con un bote más bien anodino, de cristal ahumado, cuyo contenido no logré esclarecer. El tributo materno no colmó mis expectativas de triunfo social. "A ver a quién impresiono yo con esto", debí de pensar.
Y la verdad es que los alimentos de los demás niños lucían mucho más que los míos. Por el patio del colegio, como suculento aperitivo de la lección, fueron desfilando peras en dulce, naranjas confitadas, pan de molde, rosquillas, tallarines, almendras sin pelar, arroces integrales y un sinfín de manjares más o menos exóticos que, mismo sin haber sido cocinados, prometían toda suerte de placeres terrenales. A su lado, mi tarro de vidrio oscuro no podía ocultar su insignificancia. O al menos eso creía yo.
Cuando sonó el timbre y entramos en clase, la maestra hizo acopio de nuestras provisiones. Uno a uno, se las fuimos haciendo llegar. Ella las examinaba con cuidado y después las iba agrupando en distintos montoncitos. Yo esperaba, temerosa, a que llegara mi turno. Tal vez temía ser puesta en evidencia: "Esto no es un alimento, sino una simple botella". Como anticipo de un desastre inminente, el rubor comenzaba a aposentárseme en los lóbulos de las orejas.
En efecto, primero la maestra frunció el ceño. Con mañas de sabueso, y una muy profesional desconfianza, inspeccionó minuciosamente el tarro. Pero cuando lo destapó para ver su contenido, sonrió de un modo enigmático y dijo: "Esto lo guardaremos para más adelante". No sé cuántas semanas tuvimos que esperar para asistir al milagro. Creo que cuando somos pequeños medimos el tiempo a partir de indicadores más elásticos: la duración de un caramelo en la boca es más bien larga; la caída de los dientes de leche, repentina; la eternidad, por su parte, podría ser definida como el tiempo que tarda en crecerle el pelo a una muñeca.
Pongamos que llegó la primavera, que la profesora abrió la vitrina en la que había guardado el bote de cristal ahumado, que lo destapó, que fue a buscar un plato, que volcó el bote de cristal ahumado, que en forma de castillo de juguete apareció ante los ojos atónitos de los niños de párvulos, tachán, tachán, un hermoso montículo de leche cuajada.
Había que esperar. Esa fue la primera lección de la maestra. Para que de la leche se obrara el kefir, y del insignificante tarro ahumado, un vientre de ballena. Tampoco es que la lección me haya servido de mucho: me sigo impacientando con frecuencia. Pero para las cosas que verdaderamente lo merecen, trato de no dejarme secuestrar por la prisa.
(Mi mejor amiga, del alma y de la infancia, está a punto de tener su primer hijo. A ella, y a todas las mamás pasadas y futuras, les brindo hoy estas líneas).
PAciência
Comentado por Emerson Penha el 18 de Febrero de 2003 a las 05:59 PM