Casi todas las niñas quieren ser guapas (o, incluso, las más guapas), pero a mí la mala suerte me hizo precoz en lecturas y hermana siamesa de un niño más vistoso que yo. Las visitas familiares solían ser una auténtica tortura, porque, haciendo gala de su falta de tacto, los invitados, al tiempo que alababan mi inteligencia, encarecían la belleza de mi hermano, traidores ojos verdes de querubín caído, rizos que parecían amasados por los dedos del oro, barriguita de hogaza que apetecía comer... Años más tarde, mi gemelo asimétrico me confesó que él siempre había querido ser "el inteligente", y que todos los halagos que le dirigían las visitas le parecían una torpe estrategia para compensar las atenciones que, socialmente, se me deparaban por mi condición de "niña prodigio". La vida es cruel, ya lo sabemos, y ni usa paños calientes, ni suele acomodarse a vanaglorias.
Es mi deber, con todo, dejar constancia de alguna que otra excepción a mi nómina de agravios infantiles. He tenido la suerte o la desgracia de haber nacido en una familia de escritores. Un intelectual más o menos próximo a esos extraños círculos que el mundo literario suele grabar con tiza (y el futuro olvidar con borrador de felpa, riéndose de pizarras y pasados) tuvo una vez la delicadeza de alabar mi belleza. Ahora me pregunto si tal vez intuyó ese coqueto fondo de proto-lolita aspirante a ganadora de algún premio literario "for adults only". Esta podría ser, omitiendo ciertos detalles escabrosos, la triste crónica de mi adolescencia.
Ya en la edad adulta (si es ahí donde me encuentro), el azar/destino quiso brindarme la oportunidad de irme deshaciendo de mis fantasmas infantiles. Porque frente a las niñas feas, a quienes sólo resta el consuelo de ser simpáticas o, lo que es mucho peor, graciosas, a algunas mujeres no especialmente agraciadas la vida puede llegar a convertirlas en atractivas o, lo que es mucho mejor, en "resultonas".
Creo que mi condición de aspirante a calificativo tan castizo me autoriza a contarles la historia de mi fugaz conversión en cisne. El milagro no fue obrado por la cirugía, sino por la lente inspirada de un pequeño fotógrafo. Lo de "pequeño", al menos en este contexto, no es sólo una demostración más de mi inquebrantable adhesión al adjetivo innecesario, sino una palabra amorosa, un tributo a su parcial invisibilidad. Pienso, además, que aquí la pequeñez es también camuflaje, hábito de ir aun tiempo arropado y desvestido como el camaleón, que desconoce la distinción sujeto-mundo y que, por eso mismo, instaura mundos nuevos.
En efecto, el fotógrafo era un hombre más bien bajito, aunque lo cierto es que, como ocurre casi siempre con quienes admiramos, mi memoria le añadió varios centímetros, y hasta la segunda vez que nos vimos mi mente apasionada no supo calibrar su justa estatura. Claro que todo el mundo sabe que no es lo mismo altura y estatura, y creo que mis ojos vieron bien esa primera vez, cuando creyeron ver a un hombre alto.
Al fotógrafo debo, con mucha diferencia, la que es mi mejor foto. La foto en la que "salgo" inequívocamente bella. Sin ese margen de error tan propio de la vida y que es, por lo demás, su sal y su pimienta. Pero, aunque creo que no soportaría llevar puesta esa cara las veinticuatro horas del día —y eso por no hablar de quienes se verían forzados a sufrirla, sin escudo bruñido para matar medusas—, la verdad es que me siento contenta y orgullosa de haber sido esa, precisamente esa, durante aquel instante.
Dice Yves Saint-Laurent que, para estar bella, una mujer sólo necesita llevar puestos un jersey y una falda negros y, de su brazo, un hombre al que ame. Siempre me ha hecho mucha gracia esta frase, más que nada porque en ella al amado se le depara el mismo trato que a un accesorio más: el bolso, los pendientes, los zapatos... (tampoco es poca cosa, si se mira desde la óptica del mercado). En cambio, yo siempre me he imaginado que la belleza pone al hombre delante, mirando a la mujer, y no junto a su cuerpo. Si te saben mirar, te vuelves guapa.
Hablemos, pues, un poco de sus ojos, que eran, cómo no, maravillosamente azules. Ojos de príncipe. Creo que hay algo fiero, casi inconmovible, en las miradas azules de los hombres. Pero también la promesa de un principio en el que todo, de pronto y sin avisar, se resquebraja. Como en los icebergs, que la naturaleza quiso mal asentados; al fin rompibles; después de todo, agua. Yo, que en artes de amor me sé inconstante, pero que con Hikmet, para que algo nos dure, también escribiría "Si acaso le fui infiel a quien amé, nunca se lo fui, en cambio, al canto que le debo".