Propicia a las compulsiones, pero también a los trabajos y a los días, a veces se me ocurre pasear sin rumbo fijo por los barrios comerciales de la ciudad, para evadirme de la ingratitud de los labores cotidianos y entregarme a los paraísos artificiales del lujo etiquetado. En estos paseos consumistas suelo comprar cosas inservibles que acabo regalando, un poco para que me quieran y un poco para airear mi propia culpa. Entre gasto y gasto, la calle me sorprende con sus carteles móviles. Escojo, entre tantos, los tres siguientes: 1) "Obras de mejora del Paseo de Gracia", glosa municipal a una intervención urbanística tan evidente que no precisaría de cartel; 2) "No ensucien las paredes. La limpieza es un indicio de civilización", aviso cuya eficacia se asienta en las más sibilinas estrategias de colonización de la mente; 3) "El camino directo hacia tu alma", leit-motiv de una ambiciosa campaña de cosmética.
No hará falta insistir en que este último eslógan es mi favorito, en parte porque no tiene predicado. Su genialidad se ve realzada, además, por el hecho de que el producto estrella de la campaña es un gloss para los párpados, de color plateado y de textura fluida. Con casi total seguridad, cualquiera de sus usuarias le daría la razón a un lema tan espiritual como el que nos ocupa: extender con un pincelito de púas finísimas una pequeña capa de de gel evanescente que brilla en la oscuridad es una forma, como otra cualquiera, de adentrarse en el alma. Por eso me parece que yerran los que consideran que vivimos en una sociedad materialista. El verdadero fundamento del consumo no son los bienes, sino los deseos. La manipulación, e incluso la adulteración, de los mecanismos que nos llevan a necesitar poseer las cosas es una de las más efectivas estrategias impulsadas por el capitalismo. Me limito a dejar constancia de ello y, de paso, confieso mi proclividad a enredarme en esa inmensa cadena de tentaciones diarias que (Baudrillard dixit) me convierten en objeto seducido, y no en sujeto deseante.
Antes de llegar de provincias, me preguntaba cómo sería posible vivir en un lugar tan poco adaptado a las dimensiones humanas (por lo menos a las mías), sin ser devorado de día por las sombras y de noche por las luces de neón. Mi hipótesis provisional es que el tamaño de una gran ciudad es soportable precisamente porque sus habitantes viven de espaldas a sus dimensiones y se construyen redes de trayectos abarcables, no necesariamente pequeñas, pero en todo caso atravesadas por la repetición cotidiana de los pasos, que hace más manejable la sola inmensidad. Dado el escaso tiempo de estancia que me queda, ya no podré dejar de ser forastera. Disfrutando de mi condición tornadiza, no he precisado construirme una geometría de tránsitos ni ampararme en una identidad local ¾llámese barrio, manzana, asociación de vecinos, grupo cultural o centro gallego. Por el contrario, huyo de los trayectos previsibles y busco siempre el modo menos recto de unir un par de puntos alejados. Salir a comprar el pan adquiere dimensiones de aventura, y si en mi pequeña ciudad andaba con los ojos perdidos en las piedras, procurando los rastros de un improbable tesoro mojado, aquí voy con la boca abierta en dirección al cielo, colgando la mirada de terrazas y azoteas para atrapar al vuelo los residuos de sol que se quedan prendidos en los cristales de colores.
Quizás por mi propensión al asombro, todos los carteles que mi vista va atrapando al vuelo me parecen ejemplos de propaganda. No me refiero sólo a la propaganda publicitaria —que es la forma menos encubierta y, por lo tanto, menos peligrosa de imperialismo espiritual— , sino sobre todo a esas consignas urbanísticas que enumeraba al comienzo. La publicidad a veces se ampara la belleza, que la hace, si no asumible como verdad, al menos perdonable como consuelo. En cambio, ¿quién determina, y por qué decreto, que una intervención urbanística en el Paseo de Gracia, o en cualquier otro paseo de cualquier otra ciudad, tenga que ser necesariamente una obra de mejora? Y eso de que la suciedad sea indicio de barbarie resuena en mi mente suspicaz como un eco de las limpiezas étnicas. Por medio de frases como estas, el poder emergente difunde sus consignas. Leerlas, retenerlas y, si procede, desobedecerlas son las únicas alternativas para el paseante.