Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

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Los celos

Con este artículo pretendo dar por clausurado el ciclo de folletines por entregas que, sin piedad, ha venido deparándoles últimamente a los sufridos lectores de Almacén. Este final de ciclo obedece a una razón de lo más egoísta: el exhibicionismo ha estado a punto de dar al traste con mi preciada estabilidad emocional. Hace ahora quince días, mi pareja me envió un mensaje de móvil con la siguiente píldora: "No hay como leer las historietas que escribes en internet para estar al tanto de lo que verdaderamente sientes" —la cursiva es mía; creo que la tecnología todavía no permite inclinar los pensamientos. Como la tecnología tampoco permite guardar todos los mensajes, y es sabido que la memoria es un mecanismo de almacenaje traicionero, a lo mejor mi pareja se limitó a escribir: "Acabo de leer tu columnita de Almacén y me lo pasé en grande". A veces, lo que más le agradezco es su ironía.

Por descontado, mi oleada de mensajes, llamadas, cartas y demás intentos exculpatorios fue más bien patética. La causa por la que se me inculpaba era, recordémoslo, la de una presunta infidelidad —consumada, al menos, por vía literaria. Nada cabe añadir, cuando la escritura está en juego. El principal argumento de mi defensa era la imposibilidad de limitar el territorio pantanoso del deseo. El inconsciente, como recuerda Lacan en afortunada sentencia, "no juzga pero trabaja". La escritura trabajaría, así, de la mano del inconsciente, sin interposición de moral (y menos de moralidad) alguna. Sin juicios. No se escribe desde la verdad, sino desde la autenticidad, decía yo, y proseguí con todas esas eruditas notas a pie de página que, desde Aristóteles, todos los aprendices de escritores recitamos aunque no vengan a cuento.

Lo que deseo, seguí contándole, no es siempre lo que deseo hacer. Escribir es fantasear, con el aliciente de que no hay necesidad de pasar a la práctica, cosa que los platónicos incontinentes agradecemos mucho. Pero en esto, al oírme hablar (por desgracia, casi nunca soy capaz de hablar sin escucharme) caigo en la cuenta de que nada de esto vale. Porque escribir es, precisamente, pasar a la práctica. Actuar. Deseo un cuerpo: escribo que lo deseo: lo poseo como escritura. La escritura es material, como en parte la voz. Cuando la fantasía se fija a algún soporte desaparece como fantasía. Fin de la justificación.

Por eso, amor, no aceptes mis disculpas. Acéptame, en todo caso, a mí, incapaz de fidelidad que no busque fijarse a algún soporte, confundirse con él en beso de tornillo e irse juntos al diablo. Debe de ser un incordio compartir placeres y enojos con una escritorzuela de tres al cuarto que todo lo vive para poder contarlo, lleva puntual registro de sus noches y se resiste, terca, a sepultar sus sueños en las arenas movedizas del silencio. No te hagas mala sangre: los celos son uno de los sentimientos mejor repartidos, y quien más los genera suele ser también quien más los padece. Bien sabes de los míos, que no precisan glosa.

Cabe, además, la posibilidad de pensar en los celos como una particular forma de teología negativa, ahora que ya no está de moda hablar de Dios. En una posesión, y sin duda los celos constituyen uno de los más elocuentes ejemplos de invasión espiritual, el cuerpo se abandona a algo que lo supera y que, por convención, podríamos denominar divinidad. Yo a la mía la imagino como una diosa negra, una santa yoruba, tal vez Obatalá. Peter Szondi, a propósito de Otelo, habla de la singularidad de los celos en el contexto de la trama emocional. Frente a otros sentimientos (por ejemplo, la envidia, de quien, por otra parte, aún nadie se ha preciado), los celos no se dan entre dos, sino siempre entre tres. Al igual que en la mejor literatura, a quien los padece le resultan trágicos y a quien los observa, ridículos. La violencia de los celos, como la violencia que toda escritura auténtica inflige a sus amantes, nos entrega a la faz más oscura de los dioses. Esa que a mí me gusta ver de frente.


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