(Lo que sigue es una carta para mi amigo Paulo. Pido disculpas a los no aludidos).
Seguramente pensarás que es muy propio de mí buscarte de este modo, incluso aunque te escriba en desacostumbrado castellano. Ya sabes que apenas disfruto cuando mis actos no son observados por (al menos) un tercero. Ese es, también, el temblor que me producen las cartas, el temblor del que intenté hablar en una de estas entregas, amparada en la cobardía generosa del pseudónimo.
Cuando envías una carta, sabes que has escrito para que otro (también un tercero) las lea. Eso me produce un intenso placer. Se parece un poco a las anotaciones que hago en los márgenes de los libros. Luego me veo obligada a regalarlos, a regalárselos precisamente a la persona en quien pensaba mientras escribía en los márgenes —por cierto, esa persona nunca es el autor. En cuanto termine el Cuaderno Amarillo, de Salvador Pániker, te lo enviaré por correo.
Ayer llegué a las 12 de la noche. Pedí un taxi hasta Ferlandina, la calle en la que vive Pablo, el mismo Pablo cuyo nombre llevaba escrito en la mano, al lado de su número de teléfono. Sé que te sorprendió que le hubiera cedido un lugar en mi piel, que tatuase su nombre, tan parecido al tuyo, con bolígrafo. Tal vez hayas experimentado esa mezcla de curiosidad y celos que nos asalta cuando un amigo del otro sexo (y a veces del propio) se siente atraído por un tercero.
El taxista me dejó en Joaquín Costa, y tuve que ir andando con la maleta hasta la Plaza del Ángel, al lado del Museo de Arte Contemporáneo. No me importó. Me gusta mucho el Raval porque, a diferencia de otros lugares de la estirada Barcelona, es un barrio profundamente vivo. La vida no es segura, ni confortable, ni bonita, ya sabes, pero la vida suele ser lo que más nos gusta (de la vida).
Pablo volvió a cederme su cama. Dice que el sofá es muy cómodo, pero no sé si fiarme de él. Tiene ese sorprendente sentido gallego de la hospitalidad, un sentido que no conoce contextos ni grados de cercanía, que se manifiesta con la misma intensidad entre amantes, amigos y parientes lejanos. Así que no sé todavía a qué carta quedarme. Sin embargo, facilmente conmovible como soy, volví a estremecerme cuando me metí bajo esa funda nórdica. De nuevo, me asaltaron los olores. Por la mañana le he preguntado por la marca de suavizante que utiliza para lavar la ropa. Ha resultado ser "Flor oriental" o "Flor exótica". Me ha encantado, claro. En realidad se lo pregunté porque ese olor me recuerda mucho al tuyo. Pablo y Paulo, unidos por el suavizante (Corín Tellado añadiría: "y por un nombre de mujer").
Conchita Pombo, mi mejor amiga en la adolescencia, solía decir que todos olemos al suavizante que usan nuestras madres cuando hacen la colada, de modo que si visitas una casa y te quedas a dormir entre sus sábanas y, por la mañana, te secas con sus toallas en el baño, ese conjunto de actos se convertirán en una especie de anagnórisis doméstica, y habrás apresado el alma de esa persona. Esta es, claro, una fábula conservadora: el alma es la madre, la lavadora, la familia. Pero no deja de tener su encanto, lo del suavizante.
Tuve un novio, mi novio más novio, que se llamaba Moncho. Era tan buena persona como soso. Olía a suavizante de la marca "Día", lo cual no hace más que demostrar que las marcas son siempre pertinentes. “Flor exótica” me gusta más. Me recuerda a otro de los desastrosos hombres de mi vida, uno que me recitó un poema oriental titulado "La flor", y al que amé de un modo que hoy se me antoja ridículo. Cuando le pregunté por el autor del poema, se lo atribuyó a un tal Suzuki. Todavía sigo sin saber si es un avezado degustador de haikús o un menos avezado amante del motociclismo. Por cierto, ¿a ti te lava tu madre la ropa? ¿O lo hace tu novia? ¿Tu novia es más bien como una madre o más bien como una hija? Nunca hablamos de ella. Tal vez sea nuestro único y último tabú. A estas alturas, eso sí que no tiene ningún sentido.
No te me alarmes, Paulo. Todas estas palabras no significan que no desee besarte. A veces lo deseo mucho. Un beso no tanto de intimidad erótica como de simple contacto físico. Una toma de tierra. Siempre te ríes cuando me abrazo a ti con fuerza, pero qué necesaria es una cierta fuerza en el abrazo. Sobre todo cuando llevas puesto alguno de tus jerseys de lana gruesa, propicios para el clima santiagués, y te me apareces rodeado de un cierto desamparo, oliendo a flor oriental. O a flor exótica.