Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

Otros textos de Impossibilia


El banquete

Me he pasado la semana pasada trabajando en un simposio. Mi cometido era ir tomando notas de los aspectos más relevantes de las ponencias y de los debates que iban surgiendo al hilo de las intervenciones. Empezó siendo un trabajillo de mercenaria —con algo de mercedaria, como apostillaría mi vieja amiga Cruz, que me matará cuando me lea—, pero pronto se convirtió en un combate desigual entre mi corazón, mi cuerpo y mi cabeza.

La tortura empezó el segundo día, cuando un atractivo ponente —que venía, por cierto, del poniente— se me sentó al lado y me preguntó cuál era el tema de mi tesis. En general me avergüenza hablar de mi tesis, pero desde luego no hasta el punto de ponerme colorada. Y eso fue precisamente lo que ocurrió. Mi mente (por decir algo) empezó a buscar respuestas para taparle la boca a mi corazón díscolo, pero fue mi nariz la que resolvió el enigma. Era su olor. No piensen en lavanda, en vetiver, en musgo o en madera. Era su aliento suave, el aire caliente de la risa, el vuelo perfumado de las manos.

Eso fue lo primero. Después resultó que las restantes mujeres del simposio se lo rifaban por guapo. Pero, por increíble que parezca, a mí al principio no me lo pareció. En general, me molesta la obviedad en la belleza, así que, técnicamente, este era el primer guapo descarado al que concedía alguna atención. El ponente del poniente puso a prueba todo mi arsenal de recursos defensivos. Siempre me han intrigado los resortes del deseo masculino, y debo confesar que, por un momento (qué digo uno: en realidad, varios), comprendí a las mil maravillas en qué consistía exactamente una erección.

El fantasma del deseo empezó a rondarme con toda su artillería. Su perfil me resultaba soportable, pero cuando se me ponía de frente no podía mirarlo sin estremecimiento. Me pasé todas las sesiones intentando ignorarlo. Es probable que mi aparente indiferencia no hiciese más que brindarle argumentos en favor de su atractivo. Casi preferiría que se hubiera tragado el disimulo y me tomase por una maleducada.

El caso es que estuve debatiéndome hasta el final entre una digna retirada, sin apenas despedida, o una confesión apresurada e, inevitablemente, torpe. Digo confesión y no declaración porque yo, que lo deseaba todo, no pretendía nada. Al contrario, lo único que buscaba era devolverle al ponente del poniente lo que era suyo, absolutamente suyo. Mi deseo. Podría decírselo pero, conociéndome, lo más esperable hubiera sido escribirle, a imitación de Neruda, cursiladas del tipo: “Me dejaría pisar en el pliegue más tierno de la piel. Me tendería en el puente colgante de tu risa. El deseo se dispara como una libélula perezosa, y hay que acariciarle las alas para que no me dañe en su vuelo. Desharé las membranas que separan el aire de tu boca. Tu voz, que todavía no conozco en su fondo, se pierde entre mis dedos, que podrían enredarse en un manzano y traerte el oro de las lágrimas. Es imposible, entonces, que un instante no sea un cuenco de sangre en las yemas de un árbol. Así tú, a quien nunca sabría decir esto, bailas entre mis dedos cuando escribo”. Afortunadamente, me contuve y opté por una despedida glacial. Y eso a pesar de que Neruda es su poeta preferido.

Hoy hace una semana que nos vimos por última vez. Ni tan siquiera puedo recordar su cara.


________________________________________
Comentarios