Cuando conozco a alguien, suelo hacerme una pregunta que no sé si adscribir al terreno de la biología, al de la teología o al de la metafísica. La pregunta en cuestión es: ¿tiene cuerpo o es un cuerpo? No es mi intención darle una innecesaria vuelta de tuerca al tan debatido problema del dualismo entre el agua y el vino, el fuego y la tierra, la carne y el alma o la onda y el corpúsculo. Mi natural, más propenso a la divulgación que a la relatividad, me lleva hoy a prescindir de la estructura del corpúsculo y a adentrarme en la exploración del cuerpo. Por descontado, prefiero a quienes son cuerpo que a quienes tienen cuerpo, tal vez porque me cuento entre estos últimos, y me sé de memoria las trampas que la materia les tiende a nuestras almas vacilantes. La duda es propia de quienes tienen cuerpo. Quienes son cuerpo, simplemente actúan.
Lo interesante es que, según creo, esta diferencia puede también consignarse en los lugares. Hay ciudades estrictamente físicas, asentadas sobre huellas de elefante y llenas de evidencias probatorias. Como si se tratasen de organismos vivos, sus arterias se extienden por doquier e, imitando el accidentado viaje de la sangre por las venas, tienden a colapsarse con peligrosa facilidad. No es difícil comparar un atasco con un infarto de miocardio. Según esta perspectiva, Miguel Servet murió en la hoguera no sólo por averiguar la dirección en la que corre el líquido de fuego, sino por anticiparse en su trazado a la cartografía sangrienta de las grandes ciudades.
Totalmente corpórea suele ser también la ciudad de la que somos y por la que extendemos nuestros pasos casi en zapatillas, haciendo de sus calles corredores domésticos y dejándonos atraer hacia su centro. Las peores, tal vez, son las monumentales, porque a la angustia de luchar contra el peso de la tierra hay que añadir la angustia de luchar contra el tiempo acumulado que exhiben sin pudor por las esquinas.
En cambio, hay lugares en los que apenas se verifica la fuerza gravitatoria, sitios que visitamos en volandas, frugales como los besos en ayunas e intensos como la fiebre en la punta de los dedos. Sería demasiado sencillo localizar estos parajes en el templo engañoso de la llamada “naturaleza” (por lo demás, y como es ya sabido, radicalmente inexistente), o asociarlos con una no menos perniciosa Edad de Oro. Estos lugares que tienen cuerpo sin ser cuerpo son, ni más ni menos, los que llevamos en la memoria, enterrados por la certeza de que no volveremos, o los que soñamos, ilusos, con visitar un día lejano. Los que pertenecen al pasado y al futuro. Los que afirman su presencia sin existir del todo.
Es sabido que Kant concibió su complejo sistema filosófico sin salir de Könisberg, es decir, sin haber visto más que lo que había estado viendo toda su vida: la torre del mismo reloj que marcó la hora de su provinciana muerte. Este puede ser un argumento a favor del innatismo, doctrina similar a la de la predestinación, por cuanto defiende que el conocimiento no equivale a la adquisición de nuevas experiencias, sino al descubrimiento de lo ya sabido. En cambio, los detractores de la filosofía kantiana, incurriendo en el frecuente vicio de identificar al sujeto con sus obras, podrían aducir que a Kant le salieron las cuentas tan sospechosamente redondas porque se había pasado la vida entre las cuatro paredes de su pueblo, sin que nada ni nadie le hubiese roto (nunca mejor dicho) los esquemas.
En una exposición de fotografía que visité hace poco, se mostraban imágenes de ciudades a vista de pájaro e imágenes de rostros enfocados con lentes de aumento. En las primeras, vi arterias luminosas y en las segundas, cráteres lunares. Sitios con cuerpo de ave y caras con el alma robada por la luna. Así a veces la vida.
Me interesa mucho toda la informaciòn a cerca de la cartografìa de l cuerpo. Yo soy bailarina e investigadora del lenguaje corporal. su informaciòn es muy valiosa, por tanto me interesarìa mucho saber màs acerca del asunto. gracias...
Comentado por Natalia GOMEZ el 10 de Mayo de 2003 a las 11:46 PM