Mientras leo un breve comentario de A. Ayer sobre Wittgenstein, la zozobra no cesa de embriagarme, y mueve las líneas del texto en sentido ambivalente. Tan pronto me dice que el lenguaje es un laberinto como que el lenguaje es una figura de la realidad. Laberinto y figura, figura o laberinto, el lenguaje sirve también para decirse a sí mismo, y prueba de ello son estas palabras que ahora mismo escribo.
Sentir la desazón es caer en el desánimo; caer en el desánimo es dejarse llevar por la insatisfacción perezosa; la insatisfacción perezosa nos propone no trabajar en la búsqueda de una solución al enigma de la verdad; pero ¿es la verdad un enigma? ¿es todo esto un juego? ¿un juego del lenguaje? ¿el lenguaje es un juego del lenguaje?
Interpretar es traducir, y a menudo pensamos que es mejor abolir el camino que media entre la interpretación y lo interpretado porque ese camino es innecesario. Y si ese camino es innecesario, quiere ello decir que nunca jamás hemos necesitado recorrerlo para llegar a entender aquello que se nos dice. Entonces, si el contacto directo con la realidad hace inútil la intermediación, ¿qué nos queda?
Vivir es descubrir que la interpretación que hacemos de la realidad es un ir al lado de ella –no un ir detrás de ella– y que nos hace ser a nosotros mismos realidad circundante de otras realidades: realidades que son nuestra realidad, que es una con la de todos y que muy bien podría ser considerada como una masa informe donde todo lo que acontece, acontece porque sí, sin orden ni concierto, sin premeditación ni predeterminación.
Todo laberinto es fuente de ignorancia o de sabiduría, según quieran nuestros pasos; incluso el que más pronto de entre nosotros halle la solución seguirá expuesto a la ignorancia del que se siente satisfecho con su hallazgo y relaja su mirada, sentado al borde del seto, como quien halla la fuente de la verdad y descansa. Pero su descanso será su tumba, y la ignorancia se inscribirá en su lápida, pues la fuente del olvido está construida sobre aguas estancadas e inmóviles, putrefactas de la asfixia que produce la satisfacción del hastío: valga decir que traduzco por hastío la situación en que podría encontrarse cualquier nave en medio del océano, perdida entre el oleaje, ignorada y a la deriva, aburrida del vaivén de las olas y segura de su muerte.