¿Por qué los cursos escolares empiezan en septiembre? ¿Por qué es en ese mes en el que se hacen proyectos y se distribuye el tiempo como por entregas semanales? ¿No sería más apropiado ajustarse a los ciclos naturales y empezar todo ello en primavera, que es cuando brotan los árboles, se despiertan los animales, sube la temperatura y se provoca el deshielo, también de las ideas? ¿Por qué precisamente cuando la vida declina, con la caída de las hojas, nos ponemos el traje de faena? ¿No deberíamos encerrarnos entonces en nuestras casas a hibernar? Cada vez se entiende menos ese afán por estar permanentemente ocupados, como si habitáramos lugares en constante construcción, sin dar opción alguna al ocio reparador. ¿Debo recordaros acaso esos afamados versos de Gonzalo de Berceo, tumbado y feliz sobre la hierba, sin nada que hacer más allá del mero disfrute y el solaz más placentero? Caminamos perdidos sobre el asfalto, como si una mano oculta hubiera segado nuestras raíces.
¿Y para qué queremos raíces?, se contesta desde las ciudades. ¿Para qué nos hace falta la hibernación? ¿Somos acaso como los osos? ¿No somos por naturaleza seres sociales? ¿Y qué mejor expresión de esa sociabilidad connatural al hombre que la de ser habitante de una ciudad, ciudadano a cualquier hora y en cualquier lugar? Las raíces crecen hacia el interior de la tierra, donde la falta de luz y de oxígeno nos ahoga, y por eso buscamos crecer hacia el exterior, hacia los otros. Hibernar, echar raíces, son actitudes estáticas que no responden al afán innovador de la mente humana. Es en la ciudad donde el progreso de la humanidad se ha materializado, y donde el conocimiento ha girado en grado exponencial en torno a las espirales de la ciencia. Reclamar una recuperación de la vida agrícola como paradigma es retrasar varios siglos nuestro crecimiento. ¿Para qué queremos ir a la par con los árboles y los animales? ¿No somos acaso seres superiores? ¿No hemos desarrollado nuestras capacidades físicas y mentales para adaptarnos a los lugares más extraños? ¡Entonces, no lo dudéis! Venid a la ciudad a orear vuestras neuronas, a contrastar vuestras ideas y a repartir vuestro tiempo en mil tareas, que si os sobra ya se encargará la ciudad de ofreceros ocupaciones diversas, pues incluso para no hacer nada tiene reservados sus lugares vacíos.
La alternativa entre el campo y la ciudad ha sido determinante en la historia de la humanidad. A todos nos han enseñado en las escuelas y en los institutos, con parecidas palabras, que en algún momento de esa historia se produjo el paso de un sistema de producción agrícola y de subsistencia a otro basado en el intercambio comercial y en la producción industrial manufacturera. Aún a riesgo de ser gravemente reduccionistas, podemos afirmar que ese gran paso fue el germen de la modernidad. Lo sorprendente, hoy, es que en esa alternativa se nos presente al campo como un paradigma del regreso a los orígenes, donde todas las bondades están esperándonos, y se localicen por el contrario todos los males en la ciudad. Como si harto de tanto bullicio, el animal que todos llevamos dentro reclamara un pedazo de pradera para solazarse.
Falso dilema. La disyuntiva así planteada es fantástica e irreal, inventada desde los arrabales de una ciudad que agoniza de grandeza, y que construye concepciones ilusorias del campo. Visto desde la ciudad actual, el campo parece ese soñado lugar donde lograr espantar sus males. Visto desde el mismo campo, es cualquier cosa menos un lugar de ensueño. Basta con hablar una mañana con sus habitantes para apreciar las dificultades a las que continuamente se enfrentan, y que curiosamente les hacen pensar en la ciudad como ese soñado lugar donde espantar sus males.
Toda esto, al menos, nos debería enseñar que los lugares en los que habitamos y las perspectivas que usamos para su contemplación, apenas nos dejan espacio para el juicio crítico, y actuamos mediatizados a todas horas por la acumulación de deseos más o menos realizados, que nos empujan durante nuestra vida hacia otros lugares y hacia otras vidas, con las que compensar si cabe el duro peso de nuestras frustraciones. El campo no sería entonces sino el reflejo del deseo frustrado de la ciudad por salir de sí misma, y ya se sabe cómo acaban algunas veces los deseos insatisfechos: eliminando del mapa su objeto. Y así nos va, con una ciudad enferma que va comiendo un trocito de campo a cada paso que trata de justificarse ante sí misma.
¿Sería entonces, en lógica correspondencia, la ciudad el reflejo frustrado del deseo del campo por salir de sí mismo? Aun desde la perspectiva del ciudadano, en la que desde luego me incluyo, creo apreciar que este combate es desigual, y que el campo trata de subsistir, sin más, como sumido en una espesa depresión de siglos, casi sin fuerzas para plantearse siquiera esa posibilidad. Y desde luego, en esa lenta y soterrada batalla, la ciudad tiene todas las de ganar. (Quizás en unas ciudades más sanas y habitables se reduciría la psicosis, y con ella los conflictos. Pero ese ya es tema para otra entrega).