¿Es la desigualdad consustancial a todo crecimiento? Parece como si nuestra propia identidad se alcanzara sólo a partir del reconocimiento de la radical diferencia con los otros. Y que sólo entonces desarrollamos plena y conscientemente nuestro cuerpo, y colocamos a nuestro alcance otros cuerpos, otras vidas, otros crecimientos distintos al nuestro. Pero en un curioso camino de ida y vuelta, a partir de esa diferencia reconocemos igualmente aquello que nos une, y que nos hace semejantes a los otros. ¿Entonces, en qué quedamos? ¿Es la igualdad o la desigualdad la que nos hace crecer? ¿O acaso nos hacen decrecer?
En esa labor de autorreconocimiento, la naturaleza –nuestra propia e intransferible naturaleza, no la que es tomada como objeto de conocimiento por la ciencia– nos enseña, entre otras muchas cosas, que el hallazgo de respuestas debe ir parejo al estudio de las preguntas necesarias para seguir avanzando en esa constante exploración, en una especie de paciente retroalimentación. No vale detenerse en la complacencia, viene a decirte el curso del arroyo cuando te asomas a contemplar el reflejo de tu rostro. Pero tampoco ir desbocados en la búsqueda desaforada de lo desconocido, pues también el río nos regala los remansos necesarios para la tarea de vivir.
El trabajo pedagógico me sirve como símil del trabajo creativo: escribir es mantener el equilibrio entre la manipulación consciente –mejor: activa– del lenguaje y la remoción de los obstáculos que impiden desplegar en su plenitud las capacidades de ese mismo lenguaje –si me permitís la expresión: una manipulación pasiva–. El niño crece al ritmo que le marcan las necesidades satisfechas: satisfacción que alcanza su saciedad y se desvanece en la inmediatez de una nueva necesidad que requiere con urgencia la atención del mundo. Así el lenguaje poético se desvanece en el instante mismo en que alcanza su plenitud cognoscitiva: pues no escribimos sino para conocer, para salvar lo poco que nuestra mente alcanza a retener del mundo inmenso que nos rodea, y que al rodearnos, nos participa. Así nuestra incesante búsqueda será permanentemente insatisfecha por la satisfacción –valga, y valga mucho, la contradicción no tan manifiesta– momentánea que nos procuran esas fugaces plenitudes poéticas.
Ese breve instante de conocimiento pleno, en el que se despliegan todas las posibilidades del ser, es un estado de ánimo propio del místico, y nos ha regalado piezas magistrales de creación poética. Y cada una de esas piezas es, sorprendentemente, diferente a las otras, a pesar de que con ellas logramos cotas de conocimiento muy parejas, estadios elevados del entendimiento donde se nos hace todo más comprensible, más acorde, más armonioso y equilibrado. Esa semejanza imbricada en la diferencia hace aún más sorprendente la experiencia poética, y, por ello también, la hace más frágil y maleable, sometida al influjo equívoco del propio yo, de la propia e inaccesible conciencia, siempre mentirosa –ella misma mentira, al fin y al cabo.
Pero por favor, que nadie me confunda, pues nada tienen que ver, esa experiencia poética con la llamada poesía de la experiencia, cuya polémica seguí atento, allá por el mes de noviembre, en el foro de esta amable revista, que cada quince días abre sus puertas a mi filosofía de alpargatas. La hermosa palabra experiencia está siendo tristemente usada, malversada y mancillada, y debería ser nuestra propia experiencia poética la que nos diera las alas necesarias para romper ese maleficio. (Unos días después de desplegarse en su pleno apogeo el cruce de textos en torno al tema, alguien en el foro, identificado como uno que pasaba por aquí, dejó dicho y, sin embargo, qué destino tan triste para una palabra tan bella. Comparto totalmente –las hago mías– sus palabras).
Llegados a este punto, permitidme que aclare, si ello es posible, mis ideas. El arte de la educación, a mi juicio, debe partir de un reconocimiento esencial: el amor a la vida nos exige el máximo respeto por la libertad del individuo. Libertad que si bien hace al otro diferente, lo hace también igual a uno mismo, pues es en esa misma libertad que reclamamos para nosotros en la que acabamos por reconocerlo. Y la libertad del individuo se parece muchas veces a esas pequeñas pinceladas que nos regala un hai ku de Matsuo Basho –conviene que entendamos aquí, más que nunca, que la noción de pequeñas no se opone a la de grandes, pues a la pequeñez de su tamaño acompaña la grandeza de su valor poético–. Esa sensación de libertad total, de unión esencial con el mundo, de plena e íntima satisfacción intelectual, es la que debe transmitir toda pedagogía que pretenda la educación y el crecimiento integral del individuo, y es la misma sensación que queda después de leer un texto poético que valga la pena.
Recuperemos la vida viviéndola, valdría decir, y con ello valdría decir también: recuperemos la poesía haciendo poesía.