Vaya por delante que mis palabras se detendrán, más que en la crítica de tal artilugio –útil, sorprendente y fantasioso donde los haya– en los usos tan variados que a menudo se hacen de él. Harto de oír sus excelencias a todas horas, no seré yo quien las reitere. Así que mi modesta colaboración quincenal consistirá en una breve disertación sobre el comportamiento humano mediatizado por el móvil.
Sentado a media mañana en el autobús, en el que apenas íbamos cuatro o cinco personas, disfrutaba el otro día del paisaje urbano otoñal, con un sol radiante y agradecido, cuando vi subir a un individuo hablando solo, con la mano pegada a su oreja. En un principio pensé que hablaba con una señorita que subía con él, pero cuando fueron a sentarse cada uno a un extremo del autobús, confirmé mis sospechas: venía hablando por un móvil. El silencio del autobús se vio súbitamente roto por una perorata perfectamente identificable como asesoramiento jurídico-laboral de abogado a cliente, dados los términos en que se expresaba el susodicho individuo. Que si derecho al finiquito, plazos y días hábiles, recursos ante el esmac y demás lindezas, daban la evidencia de que se trataba de un abogado. Su tono de voz era de esos firmes y rectilíneos, propio de quien trata de ofrecer seguridad a su cliente, y aumentó de volumen considerablemente para darle unas instrucciones precisas acerca de cómo reclamar en su empresa los atrasos, justo antes de bajarse del autobús. Y pude observarle un rato en la calle. Y seguía hablando por su móvil.
Parece como si el móvil hubiera venido a ocupar los ratos vacíos, esos en los que se anda por la calle, se espera un tren o un avión, se sube a un autobús, o se bebe una cerveza en un bar. Y que al hablar con el móvil la persona se traslada del lugar que ocupa a otro lugar distinto. Si bien es cierto que eso mismo sucedía ya con los teléfonos fijos, también es verdad que se hacía desde el lugar de la casa destinado específicamente a hablar por teléfono, o desde una cabina pública, y no desde una plaza cualquiera de cualquier ciudad. Cuando esa plaza cualquiera de cualquier ciudad está esperando ser descubierta por los viajeros que acuden a ella –diría más: incluso por sus propios habitantes, que tantas cosas desconocen de su propia ciudad–, los individuos que hablan por el móvil parece que teletrasportaran sus neuronas y se ausentaran del lugar con violento desprecio, como dando la espalda a la realidad que les circunda. Abstraídos –me gusta especialmente la acepción histórica de abstraer, que se tomaba como “separar una cosa de otra que estaba mezclada y unida, como los químicos separan las partes del compuesto con fuego” (Diccionario de Autoridades de 1726)– siguen hablando y resolviendo problemas a distancia, y mientras hablan pueden suceder junto a ellos las cosas más espantosas, que no se darán por aludidos. ¿No habéis asistido nunca a esa escena de danza tan cómica, que se suele representar a la salida de los palacios de congresos, donde un grupo de individuos con traje, maletín y móvil ejecutan un extraño baile, y en el que cada uno de ellos, con mirada ausente, habla y gesticula por su cuenta?
¿Qué ratos vacíos son esos que se dejan llenar por los móviles? ¿No sería más apropiado hablar de ratos expulsados, que no vacíos? ¿Alguien puede decirme que es eso de los ratos vacíos? El móvil viene a ocupar el lugar que antes era ocupado por otras actividades, por otras cosas, pero no desde luego por ratos vacíos, pues siempre los ratos son ratos de algo. Esos supuestos ratos vacíos en los que paseas, o viajas sentado en el autobús mientras contemplas una bonita mañana otoñal, han sido expulsados del paraíso, y con ellos sus actores, y parece como si el móvil les impidiera disfrutar de todo ello, y redujeran su realidad a una mera virtualidad aparente que los desplaza de donde están a otro lugar distinto –cuando están allí, están aquí; cuando están aquí, están allí.
Un día de hace ya un par de años fui a una oficina a resolver un asunto. Al abrir la puerta vi a una persona tras una mesa y nos saludamos, me dijo amablemente que me sentara y comencé a explicarle el motivo de mi visita. A la mitad de mi explicación, sin venir a cuento, dijo de pronto algo así como “ya seguimos hablando luego, que ahora estoy ocupado, como habrás podido oír”. Mi sorpresa fue considerable cuando a continuación se despojó de un auricular que le colgaba de la oreja –se lo había visto al entrar en su oficina y pensé, inocente de mí, que era el auricular de una radio o un equipo de música– y se lo guardó en un bolsillo. Estaba hablando por un teléfono de los llamados de “manos libres”, que no son sino móviles camuflados. Mi estupor fue mayúsculo cuando al cabo de un rato caí en la cuenta de que la persona que estaba al otro lado del auricular había estado oyendo nuestra conversación durante un buen rato, sin que tuviera derecho a ello, y me sentí ciertamente invadido en mi intimidad.
Insisto en mi advertencia previa: no pongo en duda su utilidad, pues nos permite hablar a cualquier hora y desde casi cualquier lugar con casi cualquier persona. Pero esa utilidad esconde una rémora. A medida que disminuye la comunicación real –presencial, hablada, corporal, como queráis llamarla– entre las personas que habitamos las ciudades, parece que aumenta nuestra comunicación a través del móvil, como si sustituyéramos una por otra en proporción inversa. Sospecho algo –algo cuya identificación se me escapa– detrás de esa permuta. Quizás todas estas anécdotas que os cuento no sean sino retales de una espesa red que nos viene absorbiendo poco a poco el seso. He oído sonar móviles en los lugares más insospechados –aulas de universidad, cines, teatros, urinarios, hospitales, conferencias, etcétera– y he visto cosas tan extrañas como las que os he contado.
He de reconoceros que me he negado y me sigo negando a comprar un móvil. No quiero ocupar mis ratos con vacíos virtuales, ni ser esclavo de un pitido estúpidamente melódico que provoca sobresaltos. Pues a punto estuve de caer en la tentación, movido por el natural impulso hacia la seguridad que te ofrece el aparato cuando vas de viaje y piensas en la posibilidad de quedarte colgado en medio de la montaña. Pero cuál fue mi asombro cuando comprobé, en un mapa lleno de manchas de colores, que precisamente allí donde iba a necesitar el móvil, carecía de cobertura. ¿Para qué, entonces? Ser urbanita y andar con la mano pegada a la oreja ya forma parte del paisaje, y me basta con observar a los demás hablando solos por las aceras. A poco que inventemos, acabaremos con dos chips injertados: un miniauricular conectado a nuestro aparato auditivo y un micrófono diminuto asociado a nuestro aparato fónico. Hablar por teléfono entonces será como hablar solos, pero a distancia, y estaremos continuamente comunicados todos con todos, como en una espesa red de vacíos virtuales. Babel levantará por fin su torre sobre montones de chips incrustados en el cráneo.
muy bonito
Comentado por yamy el 1 de Noviembre de 2003 a las 10:39 PM