Una
Lejos de toda verborrea, nuestras palabras eligen siempre el camino más directo, sin detenerse en el recodo floral y la holgazanería. En esos arriates donde la retórica nos embelesa es también donde nuestro intelecto se atrofia. Y no dan rodeos a las cosas. Van al grano. Con ellas llamamos al pan, pan, y al vino, vino. Y si lo necesitamos, nos damos un respiro, pero abrimos antes un paréntesis, y lo advertimos convenientemente en nuestro discurso.
Nuestra expresión es precisa, clara y distinta, como reclamaba Descartes a sus ideas. Si pretendemos profundidad, lanzamos primero una cuerda a modo de aviso para navegantes, para que por ella suban quienes no puedan seguirnos, pues es de sentido común reconocer que hasta aquí hemos llegado, cuando hemos llegado hasta ese punto en el que todo ser humano necesita regresar a la superficie a tomar aire.
Y si volvemos la mirada, ese gesto nos ha de servir para reconocernos en el lugar que ahora ocupamos, pero nunca para retroceder. No volvemos sobre nuestros pasos sino es por estricta necesidad, esto es, cuando el error nos resulta evidente e insoportable, y su sombra nos impide ver más allá. Aunque no siempre rectificar es de sabios, pues es lo cierto que muchos de los que rectifican deben ser tildados de cobardes. Por ello, estamos siempre prevenidos ante nosotros mismos: la sombra de la duda es nuestra aliada, pero también nuestra más firme y voraz enemiga.
Otra
Más vale dar rienda suelta a nuestra locuacidad y dar rodeos, pues en el mejor de los jardines siempre hay espacio para la contemplación y la calma. Id si no al Generalife o a la Alhambra, y comprobad cómo la fuente induce siempre a dar una vuelta, situada justo en la encrucijada de caminos, e impide trazar líneas rectas. Un respiro sin paréntesis, al darse en campo abierto, es siempre más apetecible, ya que se da sin barreras, sin constricciones, sin necesidad de abrir ventanas, pues las tienes siempre abiertas. Y es que la holgazanería es para el intelecto como el lecho del río para la corriente. Sólo donde hay reposo pueden fluir las ideas. Y el reposo por excelencia es holgazán.
En la imprecisión y la confusión también habitan nuestras ideas, y es a menudo conveniente para nuestro juicio reconocerlas en ese caldo oscuro y espeso en el que constantemente se guisan. El grano de pan y la gota de vino, ¿no son más ricos si se juntan? ¡Probad a mojar un trozo de pan en vino tinto y decidme si os miento! Y por lo que respecta a la cuerda lanzada a las profundidades, ¿no es de pretenciosos lanzar cuerdas para que los demás se agarren a ella, cuando el que debería agarrarse es uno mismo?
Ni estricta necesidad ni error insoportable. Nada debe empujarnos a retroceder. Errar es de sabios, y convivir con el error es desde luego recomendable, pues ello significa vivir a gusto con uno mismo, y reconocerse en la equivocación ajusta a tierra nuestra perspectiva. Nuestro más firme y voraz enemigo es el asentimiento ciego, la pereza intelectual que nos empuja a asumir verdades sin cuestionarlas. El dogma siembra de prejuicios nuestra observación, y para segar las malas hierbas, nada mejor que una buena duda abonando nuestra mirada crítica, nuestra constante interrogación, nuestra actitud abierta al mundo.
Ambos discursos logran, por lo menos, el mínimo acuerdo cuando aluden a la vertiente aliada de la duda. Y en ese acuerdo concluyo preguntándoos y preguntándome: ¿las ideas claras y distintas no se le ofrecían a Descartes como la ambrosía a los dioses? ¿No es acaso igual de gozoso contemplar la fuente sobre el estanque que descubrir con fruición intelectiva una idea certera o una observación precisa y cabal? ¿No encontramos el placer estético distribuido por igual en el recodo floral amable a los sentidos y en el discurso cuya verticalidad expresiva –valga decir: cuya profundidad– nos provoca vértigo y mal de altura?
Apolo y Dionisio se dan la mano allí donde la mano se vuelve hacia sí misma.