¿Pensará que trabaja en un cuartel? ¿Se creerá cada mañana, al cruzar la puerta oficial, el general de los ejércitos victoriosos mientras las masas lo aclaman enfervorecidas? ¿Y en su casa, a la hora de comer, instruirá a sus hijos en el deber de alzar el culo para saludar, de guardar silencio mientras se saborea la sopa –¡sin sorber!–, de extender alfombras de cortesía a quienes tengan la feliz idea de visitarles? Cualquier cosa que me cuenten no alterará la alucinación que me produjo tamaña bajeza: el nuevo y flamante ministro de Administraciones Públicas, JJ Lucas, obliga a los ujieres a levantarse a su paso en señal de saludo, exige que se le acompañe hasta el coche oficial, y también que se extienda una alfombra roja de cortesía para las visitas. Total, que los ujieres del ministerio, entre levantarse para saludar y agacharse para extender alfombras, van a pasarse el día haciendo flexiones. Buena estrategia para mantener el cuerpo en forma. No dudéis que esta idea, si cala, será extendida al resto de ministerios.
Estamos en fase retro: recuperan con afán desmedido tradiciones ancestrales, no importa si esas tradiciones chocan con los riñones de un ordenanza, que al fin y al cabo son eso, riñones de ordenanza, de grupo "E", de baja estofa, de gente acostumbrada a ello, y natural que sus riñones no sufran, pues genéticamente están más que acostumbrados: para eso sirven las tradiciones, para forjar riñones, para endurecer pieles, para que la costumbre sana de levantarse al paso de un ministro se grabe en las neuronas hasta lograr que actúen como autómatas.
Todo sea por el bien de la patria, por mantener el espíritu altivo y alerta, por evitar la distracción y la vida fácil, por sentir la satisfacción del deber cumplido, por reclamar la disciplina como motor de vida, por proponer la jerarquía como orden inmutable del mundo –¿alguien sabe de un ordenanza que llegue a ministro?–, por sentirse llamado a labores más importantes, y por considerar que esas labores requieren de simples y rutinarias normas de cortesía por parte de los otros, que exalten aún más si cabe la trascendencia de su tarea, mientras su excelentísima persona pisa las alfombras y mira de soslayo al ordenanza puesto en pie, con los zapatos brillantes de betún, por si se salta la norma y cazarlo en un descuido que le justifique una reacción de autoridad, intachable y firme al desaliento, pues insobornable como es ante la duda no le temblaría el pulso si le tocara mandar a casa a alguno de esos ordenanzas que se han propuesto provocarle llevando anillos en la oreja, pelos largos y caras de sueño, como si no supieran guardar las apariencias que su puesto de trabajo requiere, como si no se sintieran realizados por esa ocupación que diariamente deben agradecer al cielo, que tal y como están las cosas, no lo dudéis, tienen sustitutos de sobra.
Y al abrir la puerta de su despacho, un día cualquiera, alguien lo sorprenderá levantando también el culo de su asiento de ministro ante los que están por arriba de él: pues son los más vendidos los que antes venden a los otros, y los que aceptan sin rechistar la humillación los que más pronto se tornan humillantes. ¡Desgraciado señor ministro!
P.D.: No deseaba darles un respiro de mi tiempo a los fascistas. Pero no puedo menos que reconocer, en todo lo que estos días sucede a nuestro alrededor, el regreso del mito de Caín y Abel. Precisamente hoy, en un mundo conectado a placas de silicio, el mito se repite. No podemos deshacer su influjo. El hombre, como el jinete nocturno de la guerra, es cíclico. El chasquido mágico de sus herraduras sobre el polvo de la muerte le provoca una fatal atracción. Quimera infinita que mece nuestro insomnio de siglos sobre espejos rotos. Tiempos de miseria infinita.