Llega el ochenta a la parada del autobús y subo. Delante de mí, una señora oronda y sudorosa saca un billete de mil pesetas y pide perdón al conductor "por no llevar cambio encima, mire usted lo que son las cosas", y el conductor que la mira de soslayo, se revuelve y le espeta en tono airado que ya está harto, que es el tercer billete de mil pesetas que le entregan y sólo son las nueve de la mañana, que parece mentira que no lean ustedes los carteles informativos: ROGAMOS FACILITEN EL IMPORTE EXACTO, señora. ¡El importe exacto!
La señora trata de defenderse como puede y le increpa al conductor su mala educación y su falta de amabilidad, y que bien merece una reprimenda por no atenderla como Dios manda, y en fin, que haga el favor de cobrarse. El conductor accede con desgana y le devuelve el cambio en monedas de cinco y veinte duros, con indisimulada mala intención.
Cuando me llega el turno compruebo aturdido que me falta un duro para completar el importe exacto, pero que no obstante tengo un billete de dos mil pesetas...y le pido, azorado y confuso, paciencia y calma al conductor, que me lanza una mirada asesina mientras revuelvo mis bolsillos en busca de alguna moneda salvadora. ¡El bono bus! ¡Creo que lo guardé en el bolsillo trasero del pantalón! Menos mal que lo encuentro, y con un suspiro de alivio lo introduzco en la máquina y sigo adelante acalorado y mirando a todas partes y a ninguna, mientras trago saliva y busco algún rincón donde esconderme. ¡Malditos autobuses!, me digo al tiempo que vienen a mi memoria los ejercicios de estilo de Raymond Queneau.