La muerte es un suceso que nos deja siempre aturdidos. A poco que intentemos ponernos en el lugar del finado, nos invade un sentimiento de vacío insoportable: el estar y no estar al mismo tiempo es incluso paradójico para la razón, pues el principio de no contradicción nos dice que algo es o no es, sin que pueda ser y no ser al mismo tiempo. Pero la presencia del muerto nos dice que todavía es: nos dirigimos a él por su nombre, lo tenemos delante y su presencia es indiscutible, plomiza incluso. Acostumbrados a resolver a través de su cuerpo el dilema de la existencia (pues ante un cuerpo vivo no dudamos: está ahí, delante de nosotros, sin más), su presencia ahora nos provoca una duda insalvable: está pero no está, pues su cuerpo sigue ahí, pero... ¿entonces? Más venturoso para la razón sería que la muerte resolviera de un plumazo el problema de la presencia. Si con la muerte desapareciéramos físicamente del mundo, como evaporados, nadie dudaría: la muerte nos eliminaría de la faz de la tierra, y a partir de ella dejaríamos de ser.
Pero no. El cuerpo del muerto nos escupe la realidad tan crudamente que nos refugiamos en la ignorancia. Y para cubrir esa ignorancia nos armamos de valor y somos capaces de nombrar lo innombrable, de ir más allá de lo conocido para dar nombre a lo desconocido –fatal operación que denota un atrevimiento extremo del hombre: ¿cómo somos capaces de dar nombre a lo innombrable, a lo que excede los límites de la realidad que conocemos? ¿Acaso somos presas de un visionario enardecido, capaz en su vileza de cubrir nuestra ignorancia con el manto de la mentira? El alma, esa irrealidad que ignoramos y a pesar de ello nombramos, parece como si escapara de los límites del cuerpo en busca de su morada eterna –pero, ¿por qué ha de ser eterna la morada del alma? Huyendo del mundo y de sus miserias, nos respondemos que la muerte es una puerta que se abre, no que se cierra: ¿hacia dónde se abre? No desde luego hacia la vida que conocemos; si se abre, desde luego que debe ser hacia algún lugar. Pero ¿hacia qué lugar? Lo ignoro. Y como lo ignoro, me callo.
La razón –y con ella el lenguaje, su inseparable compañero de cuitas–, debería recuperar de una vez por todas el recato ante lo desconocido. No podemos lanzarnos a especular sobre aquello de lo que nada sabemos, pues si nada sabemos sobre ello, incluso el decir que nada sabemos sobre ello sobra. Si permaneciéramos mudos ante tales situaciones, igual descubriríamos en nuestros momentos de silencio alguna respuesta. Pero no podemos pedirnos tamaño sacrificio. Ni pedir a nuestras bocas que articulen calladas por respuesta. ¿Entonces? Dejemos que fluyan las palabras sobre el lecho de nuestra ignorancia, pues nada ganamos ni nada perdemos con ellas. Simples fuegos de artificio. Y mostrar una sonrisa irónica ante quienes pretendan ir más allá, sabedores de que más allá no hay nada.