Revista poética Almacén
Colaboraciones

Lucía y mi padre en el primer franquismo

Meirande


Cuando llegué a su casa, para hacerle un poco de compañía, mi madre, anciana y recientemente viuda, estaba viendo la tele. Y apareció en pantalla Juanito Valderrama, un famoso cantante de flamenco, o algo así, no entiendo mucho. Y ella y yo nos acordamos de Lucía, la muchacha, otros les llaman criadas, y ahora les llaman trabajadoras del hogar, que tuvímos muchos años, desde que yo era un niño pequeño hasta que se murió en casa, bastante después de casarme yo; y la recordamos al ver a Juanito Valderrama porque ella, gallega de pura cepa, de las que no podía dejar de decir “oija” y “dija” por oiga y diga, le entusiasmaba cuando lo oía por la radio (todavía no había llegado la televisión a España). Lucía era como de la familia, y no le hacíamos ningún favor, en todo caso ella a nosotros. Era baja, gorda y cariñosísima. Entró en la casa cuando yo tenía dos o tres años y me quería con locura. Y yo a ella. Siempre me llamaba por el diminutivo gallego de mi nombre y nunca fué capaz de reñirme en serio, aunque no le faltaron abundantes ocasiones, pues aunque yo no era un niño especialmente travieso sí era un niño. Estaba siempre en la cocina: era una estupenda cocinera de las cosas sencillas y no le gustaba que nadie entrase en su pequeño reino excepto yo, pues le encantaba que le ayudase a pelar patatas o lo que fuera. No sabía exactamente la edad que tenía y cuando ya era mayor empezó a padecer del corazón: tenía el corazón demasiado grande, en todos los sentidos. Se fatigaba mucho, sus piernas se hinchaban y dormía mal. Últimamente apenas salía de su cocina. Su muerte nos apenó mucho a todos, aunque no hay duda de que para ella fué un alivio.

Desde pequeño, y hasta los diez o doce años, yo salía casi siempre con ella, y nos adorábamos. Recuerdo particularmente cuando papá estaba en la cárcel; Lucía le llevaba todos los días la comida, lloviese, hiciese sol o cayesen rayos y centellas. Cuando no tenía que ir al colegio la acompañaba yo, y era un paseo largo, parte en tranvía y parte a pié, por zona descampada. Su vida era el sacrificio hacia los demás, sin pedir nada a cambio, sólo, quizá, un poco de cariño. Me agrada rendirle este pequeño, torpe y merecidísimo homenaje de cariño, recuerdo y gratitud.

¿Por qué estuvo mi padre en la cárcel?. Desde luego, por ningún delito. (Escribo esto y me doy cuenta de la estupidez que digo, pues los que van a la cárcel por algún delito también pueden tener hijos: sobra, pues, lo de “desde luego”). Pues no es delito pensar de manera distinta al dictador; no es delito ser bueno y tolerante; no es delito tratar de ser justo y honesto; no es delito ser republicano, ni agnóstico, ni demócrata; no es delito ayudar al que lo necesita, no decir que lo blanco es negro o que lo agrio es dulce; no es delito proscribir la violencia, aborrecer la mentira, desdeñar la doblez; no es delito ser amigo de los amigos y no ser enemigo de los enemigos ...Para mí ninguna de estas convicciones y actitudes son delitos; pero lo eran para el dictador y sus adláteres, y mi padre fué perseguido, acosado, encarcelado, juzgado y condenado como si se tratase de un criminal, y menos mal que tuvo la suerte de no ser “paseado” o fusilado, como tantos otros que tampoco habían cometido otro delito que tratar de mejorar las cosas, que pensar -¡no, ni siquiera consentían que se pensase!- de manera heterodoxa, y para ellos era heterodoxo el que no pensaba como ellos, el que no decía creer en la verdad absoluta emanada del dictador. Para el que haya vivido aquello no se necesitan más explicaciones; el que no lo haya vivido no creo que pueda llegar a imaginarse lo que fue.

Sí, mi padre estuvo en la cárcel y pasó una noche incomunicado en una celda pensando que lo iban a “pasear”; se preparó para que no tuviesen que rematarlo quitándose del bolsillo del chaleco su reloj; y nos contaba, siempre emocionado, cómo, cuando se llevaban a uno de sus compañeros de celda se fue cantando el “Adiós a la vida” de Fausto, razón por la cuál siempre se apagaba la radio en casa cuando ponían esta aria. Mi padre tuvo más suerte. Lo salvaron los amigos. Después lo soltaron y volvieron a encarcelarlo, llevándolo a una prisión de Madrid en la que pasó una pulmonía en medio de sus compañeros, cuidado día y noche por un amigo, como si se tratase de un hermano, y asistido por un médico también encarcelado que consiguió, ¿por arte de magia?, aplicarle uno de los primeros tratamientos en España con sulfamidas. No querían que lo llevasen a la enfermería pues sabían que la mayoría de los que entraban allí con una enfermedad tan grave como era entonces la pulmonía no salían vivos Después fué juzgado, y aún admitiendo en el fallo que no había comisión de delito, fué desterrado a una de las islas Afortunadas, Fuerteventura, en donde, claro, encontró huellas de su ilustre antecesor en el destierro D. Miguel de Unamuno. Algún día me gustaría contar más detalladamente la trayectoria vital, política y moral de mi padre, aunque no sé si sabría expresar toda la admiración que le he tenido, y que le tengo todavía. Admiración y sana envidia por una actitud vital que no soy capaz de imitar.


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