Marcos Taracido
Si una mañana de estas perdiese una mano en un aserradero, o se aplastase mi pierna entre los hierros de un coche, o, por ejemplo, si explotase una espinilla de mi muslo y la infección llevara a la gangrena y la alta inspección médica recetase amputación, de seguro acudiría a una ortopedia. Las ortopedias son sitios fantásticos y fantasmales. Y huelen a muerte, con todo ese yeso y plásticos carnosos colgando de mamparas y techos. Una ortopedia está repleta de productos que suplen, sustituyen, agrandan, elevan, dan movilidad o apoyan determinada parte de una persona. Manos, pies multiaxiales, rodillas hidráulicas, prótesis femorales, sillas con chasis de titanio...
Cuando uno se pone una pierna ortopédica en el lugar que debería ocupar una de carne y hueso está tratando de engañar al organismo para conseguir emular las funciones físicas que le daba la original. Pero si te pones un aumentaculos, un kilo de silicona en los pechos o zapatos de tacones interiores, estás tratando de engañar a los demás.
La literatura ortopédica juega exactamente de la misma forma: el poeta o el novelista busca suplir sus carencias apoyándose en ortopedias. Huelga decir que las carencias pueden ser de todo tipo: lingüísticas, de ideas, de talento, de pereza, de falta de carácter... o de varias o todas a un tiempo.
Así, hay varios tipos de ortopedismo:
Están los que no saben lo que escriben o no saben qué escribir, y nada más fácil entonces que sumarse a un grupo: te dan los temas, el estilo y la publicidad. Y si el grupo en cuestión tiene las dosis de oficialidad suficientes, el lote viene con premios incluidos. Digamos que es el bastón de oro de la ortopedia literaria.
El producto ortopédico más injustamente de moda es el plagio o la intertextualidad, términos que aunque lo parezcan no son sinónimos. Este producto está recomendado para todos aquellos que carecen de ideas o que no tienen la voluntad suficiente para llevarlas a cabo: acaba con la pereza por cuanto la energía mental utilizada es únicamente la necesaria para elegir qué pasaje, párrafo, argumento, estrofa, capítulo o novela se quiere extraer del original. La mala prensa que tiene actualmente este báculo literario obvia un hecho meritorio del plagiador o intertextualizador: la habilidad para saber que no tiene nada que aportar al mundo de las letras que no haya ya aportado otro.
Hay también el ortopédico de sí mismo o, como me gustaría que se le llamase a partir de ahora, el Ortopedismo Autodireccional Retroactivo. Este es el caso de quienes, publicados uno o dos libros de éxito, deciden reeditarlos una y otra vez con distintos títulos hasta el final de sus vidas.
Recurrir a la siguiente ortopedia es más comprensible: se nace en un país con dos idiomas y sólo sabes uno, con tan mala suerte que el que dominas no da para ser escritor famoso en esa zona. Sabiendo que, escribiendo en la otra lengua, mal que bien, tienes el Parnaso literario asegurado, el trasvase idiomático es una tentación ineludible: ortopedismo lingüístico, muy en boga en nuestros tiempos.
Por último están los ortopédicos transmigratorios u ortopédicos sociales. Son aquellos que, habiendo triunfado por distintas causas en medios sociales alejados de la literatura, saltan a esta, donde el marketing se encarga de convencernos de que las cualidades de una persona para, pongamos por caso, la moda o la arquitectura, son extrapolables directa e incuestionablemente a las letras.
Podría incluir subgrupos o distintas categorías. Ortopedismo de género, de raza u ortopedia alcohólica, que consiste en relacionar todo lo escrito con el alcohol, veraz o fantasmalmente y es exclusiva de hombres o, en su defecto, mujeres que quisieran ser hombres, que sería otro modo protésico de sostén.
Igual que la silicona, la literatura ortopédica es falaz. Es cierto también, que es ahistórica: se ha dado siempre y en todas las lenguas y literaturas del mundo. Pero frente a este ortopedismo hay y hubo otra literatura de poetas cuyo único bastón es su trabajo; que no se apoyan en grupos, generaciones, lenguas o favores, sino que son miméticos en el sentido aristotélico de reproductivo y germinal; literatura como coito pasional y no mamada de burdel; literatura desde el vientre y no desde el ombligo; literatura de carne o lisiada, pero nunca hinchada de plástico.
Cuide sus manos.
Y el cerebro.