¿Alguna vez se han fijado ustedes en el iris de un ojo?
Quiero decir de cerca, con pausa: si alguna vez han contemplado un ojo. Con los ojos pasa como con La Tierra: desde el espacio exterior maravilla su colorido y su forma, pero sólo desde dentro se aprecia su grandeza. Pídale a su amante, a un amigo, a su jefe incluso que abra un ojo y se deje contemplar el interior: se abrirá ante usted un espectáculo de incrustaciones, puntos, un arcoiris de perfección absoluta: si el infinito existe está en la membrana que cobija a la pupila.
Esto lo entendió muy bien el jefe godo Soboriz. Nos lo cuenta El Fisiólogo en su Tractatus mirabilium. Váyanse acostumbrando a ese nombre, El Fisiólogo, porque nos acompañará en muchas de mis crónicas. Pues cuenta el Tractatus cómo Soboriz llega con sus huestes al noroeste hispánico a principios del siglo VII, y cómo allí dio rienda suelta a su mayor pasión: la contemplación del iris de los que le rodeaban. Soboriz, maravillado por las tonalidades verdosas de los ojos nativos, comenzó a obsesionarse de tal manera que pronto la mera observación fue insuficiente. Inició, entonces, una colección. Primero de los recién muertos en las escaramuzas, después de los prisioneros, pronto ya de cualquier nativo, de sus súbditos, de sus más allegados. Arrancaba los ojos verdes y los guardaba en grandes copas para su contemplación. Mos horribilis dice El Fisiólogo. El problema fue la poca duración de la materia orgánica: pérdida de los tonos, flacidez, hedor, descomposición. Soboriz desesperaba. El alcohol daba soporte al globo ocular, pero mataba los colores. La resina destilada acababa deformando. Roto por la angustia constante, enfermo, el jefe godo terminó arrancándose sus ojos para ver lo que no le dejaba el espejo.
Esto ocurrió en Valgode, topónimo que evolucionaría por asimilaciones y metátesis del germánico Tal Auge, valle de los ojos. Quizás por eso proliferan en esa zona, aun hoy en día, los ojos negros.