Presentación
Pretendo asentar aquí, si el destino, la suerte, la fuerza o cualquier otro dios de los ateos me lo permite, una columna sobre poesía portuguesa actual. Mas no querría comenzar sin antes presentar de algún modo mis orientaciones vitales y culturales, lo cual contribuirá a que el amable lector no piense que me dirijo a él a través de una omnisciencia insondable, como si hablase desde la sabiduría de las estrellas o desde la que confiere el estar sentado en el cuerno de la luna, sino que apareciendo con características humanas ha de poder corporeizarme en su mente como un paisano suyo susceptible de errores, atrevimientos injustificados o falsas humildades, todas etiquetas muy atribuibles a aquellos individuos que, no cayendo en la falta de modestia de hablar de sus obras, caen en la arrogancia de juzgar las de los demás.
Dos son las razones principales que justifican mi presencia en esta revista. La primera, que sin duda una de mis mayores habilidades, en lo que a la poesía toca, es la de hacerme amigo de buenos poetas. La segunda, mi patriotismo. Si la perspectiva lingüística puede focalizar los sentimientos patrióticos del individuo —tal como defendía Fernando Pessoa cuando decía: «A minha pátria é a língua portuguesa»— soy un patriota ibérico, pues con toda sinceridad considero mis verdaderas patrias el portugués y el castellano. (Me doy cuenta, obviamente, de que existen más lenguas ibéricas, pero por favor, permítanme la metonimia). De este modo, han de ser por fuerza mi simpatía hacia las neurosis de los poetas —o mi incursión en ellas— y el que hace ya cierto tiempo que chupo y manoseo los vocablos de estos idiomas los hechos que han propiciado estas mis colaboraciones sobre poesía portuguesa, asunto al que particularmente daré entrada a partir de hoy.
A decir de los nativos, Portugal es el país en el que nace un buen poeta cada año. Este dato resulta sorprendentemente positivo si comparado con las presunciones de otros, que sólo hacen alarde de su originalidad o diferencia culturales, sin especificar si para bien o para mal. Nada dicen los lusos, por contra, de la mortandad infantil de este sector de la sociedad, si es que los poetas pueden considerarse miembros de la sociedad y no seres necesariamente tangenciales en este sentido. Y me refiero, claro está, exclusivamente a los escritores "de arte", con tanta frecuencia asociales, que no a los "de oficio", tan empalagosamente sociables, haciendo paráfrasis del vanguardista Almada Negreiros.
Desgraciadamente, hablar de iberismo nos remonta a la historia del siglo XIX, cuando entre los intelectuales cultura y espíritu podían ser asociados sin que al punto sospechásemos encubiertas ideologías económicas, políticas o racistas, términos hoy día tantas veces sinónimos por contexto. Antiguos acordes de un olvidado instrumento hispánico parecen acompañar las imágenes ficticias de las visitas de un Anselmo Lorenzo, masón de no sé qué grado, al Portugal de Antero de Quental para la creación de las primeras asociaciones preanarquistas, con la complicidad de las viejas sombras de las calles de Lisboa. Todas estas ocurrencias vienen a mi cabeza cuando intento descubrir las razones que me concitan a escribir sobre poesía portuguesa. Para que lo sepan, uso el castellano para ganar unas pesetas en la enseñanza y parece que uso el portugués para no comerme un rosco en las editoriales de poesía en gallego. Pero para presentar mis neuras galaicas y justificar por qué no me siento extranjero en Portugal, baste lo dicho, no vaya alguien a hartarse de esta columna antes de que dé comienzo.
En la primera entrega presentaré al poeta Amadeu Baptista, un “anjo delinquente”.