Antonio Gamoneda
NO LO CREO. Únicamente los vivirán y sentirán contrarios quienes pretendan que la poesía tenga una función (en la sociedad) o una implantación generalizada (en la sensibilidad) que ya no le son propias.
Cuando la realidad se explicaba «mágicamente», los símbolos y el énfasis necesarios para tal explicación recaían en las conciencias, se potenciaban mediante mecanismos estéticos y, de paso, se constituían en norma. Me estoy refiriendo a las sociedades fundamentadas en religión ya los textos poéticos que venían a ser su legislación. Debo añadir que existía una confusión profunda entre religión y poesía. Eran
buenos tiempos para ésta.
En un pasado más cercano, las religiones, simplificadas en el uso popular, no distribuían ya poesía con análoga intensidad, pero en la sensibilidad no había desaparecido la necesidad del símbolo y del énfasis (entiéndase aquí por énfasis la peculiaridad del lenguaje en función estética) y existía una demanda poética satisfecha básicamente por la transmisión oral. Eran buenos tiempos para la poesía
Nuestros días, a diferencia de estos anteriores, están dominados por datos objetivos. De paso, la sensibilidad recibe, vía tecnológica, más estímulos estéticos que los que realmente necesita. Está saturada. Hay «sobrecarga en las líneas». No importa que la «sobre- carga» sea de buena o mala calidad: hay sobrecarga.
¿Quiere decir esto que corren malos tiempos para la poesía? Creo que no. Pensar tal cosa sería igual a pretender que el buen estado de la poesía es asunto de orden cuantitativo, es decir, que su valor consiste en la implantación mayoritaria.
En nuestro país puede haber ahora mismo ―1997― doscientos amigos (poetas, profesores, críticos, editores y antólogos) que proponen acciones como «acercar la poesía a la vida», «normalizar el lenguaje» o «fundamentar la poesía en experiencia». Nada de esto (amo a Jorge Manrique, al Arcipreste de Hita...), a pesar de su carácter poéticamente neutro, me parece detestable, pero sí una simpleza histórica. Además, en tales propuestas se insinúan finalidades cuantitativas que no se lograrán más allá de una breve captación de aficionados, es decir, que no podrán realizarse y conseguir, en la vida y para la poesía, una función real y amplia. No puede ser: no hay mercado.
Dando por bueno este concretísimo «fracaso», parece lógico opinar que corren malos tiempos para la poesía. Pues otra vez no; no es verdad.
Ya de los versos de Garcilaso se decía, vista su oscuridad, que había que «entrar por ellos con antorchas». Hace casi quinientos años y el negocio no había hecho más que empezar. Se ha producido un cambio decisivo y profundo en la cualidad poética. El hecho es histórico: el dominio de los datos objetivos ha radicalizado la subjetividad; la progresiva masificación ha generado una creciente individualización; las apariencias de racionalidad han suscitado apariencias de irracionalidad; las formas, declaradas o encubiertas, de no-libertad ha procreado una libertad de las imágenes.
La poesía, ajena al mercado y escasa de funciones externas, es, por ello precisamente, la única actividad que, dentro de las circunstancias, puede escapar al gregarismo. En el fervor minoritario, en la subjetivación radical, en la amplificación «anormal» del lenguaje, ahí se ha producido la mutación cualitativa que legitima su supervivencia, la que se logra en el carácter de la propia máquina poética y en la intensificación de la vida del emisor y de unos pocos receptores.
Salvo la normal cuota de insolvencias, no corren malos tiempos para la poesía.
* Publicado en: Antonio Gamoneda, El cuerpo de los símbolos, Huerga y Fierro, Madrid, 1997.