Revista poética Almacén
Colaboraciones

Veraneo

Roger Colom


Dentro hace más frío y huimos al sol. Nuestro culto depende de la luz, la arena de cristales muertos y el olvido hacia las reflexiones. Años más tarde todo seguirá como siempre, el mar cerca, la vida que brilla en las miradas como un espejo abandonado en la playa. El deseo, también, es nuestro ahí. Llegado el verano, los diarios dejan surcos en la realidad con su fomento de las vacaciones, sus encuestas de latón sobre el deseo en verano, los amores de verano a la venta, su aumento, nuevo elixir de la juventud.

Hace tiempo que Benidorm es punto de peregrinación para los creyentes en el sol. Hay tradiciones que indican que debemos peregrinar por lo menos una vez en la vida, lo sé. Yo me resisto. Pero en momento alguno se me ocurre como una rebeldía. Más bien, la razón se parece más a un dejar seguir su curso al deseo, que no muera en su cumplimiento. Los teóricos del deseo llevan muchas vidas avisando que si un día conseguimos lo deseado, lo perdemos para siempre: no se puede desear lo ya obtenido. Los viejos ritos de apareamiento en nuestra sociedad (que ya no es la nuestra sino otra) lo sabían bien, de ahí el valor de la virginidad. Nuestra cultura en la televisión lo reconoce, a prueba conseguida, venga la siguiente.

Por eso no voy a Benidorm. Me lo preguntan muchas veces, riendo. ¿Si tanto hablas, por qué no vas de una vez y nos dejas en paz? La respuesta es sencilla: tengo miedo. Temo que si voy a la ciudad soñada, la verdadera capital teológica de España, la perderé para siempre. Y quizá sea ese un miedo actual. Otros, en la sociedad que ya no es la nuestra, soñaban con una ciudad amada a lo lejos y tras el largo sueño iban a su amada, para dejarse envolver y fundirse en ella.

Escribiendo esto reconozco mi cobardía. Debería ir de una vez por todas, como dicen mis amigos, y dejarme envolver, como digo yo. Lo pensaré. Lo seguiré pensando.

Hace tres años estuve en Venecia. Jamás había pensado en ella y la ciudad me sorprendió hasta el enamoramiento. Después, como la obsesión de un amor corto e intenso, Venecia se resiste a abandonar mis sueños.

Quico Cadaval, el gran contador de historias, me contó este verano de su paso por Los Angeles de San Rafael, la otra localidad inventada por Jesús Gil. Es la segunda ciudad a la que tenemos que ir juntos, me dijo. Yo pregunté por qué la segunda. Porque Benidorm es la primera. Así, puede que nunca vaya a Los Angeles de San Rafael, donde a la entrada existe un monumento con la siguiente inscripción:

A Jesús Gil y Gil

Creador de este complejo

Donde el amor se une al infinito

Alguien, purista y por lo tanto muerto por dentro, dirá que esos lugares infames son ciudades artificiales. Pero, ¿y Venecia no lo es? No hay lugar en el mundo occidental más lleno de artificio, y nacido de él, que Venecia. Ni siquiera el Berlin actual, ni el Nueva York de la competencia por el más alto rascacielos, ni el París de Haussmann. Creo que no vale la pena repetir que precisamente una ciudad no es otra cosa que artificio. Así que llamar artificial a Benidorm resulta redundante.

Hay otra pequeña obsesión que me gustaría señalar. Mi amante se ríe de mí por ella. Se trata de esas tiendas que se dan en los pueblos de veraneo junto al mar. En ellas venden de todo: caramelos, prensa local e internacional, pelotas hinchables, cubetas de plástico con su pequeña pala y su rastrillo, libros, souvenirs, camisetas, bebidas, postales. Son verdaderos bazares orientales. Veo fotos del Bazar de Estambul y pienso, ¡igual que esos chiringuitos en la playa! Algo tendrá que ver mi educación en una familia de comerciantes, mi placer en el comercio, el gusto que me da ver que la gente gana dinero.

Si yo montara un negocio, sería una de esas tiendas en la playa. Estaría orgulloso de ofrecer a mi público de turistas la mayor variedad de artículos. Me aseguraría de que los objetos hinchables estuvieran siempre hinchados y fuesen de los colores más vivos.

Tengo una amiga que se burla de ese estridente colorido, pero en otro tiempo me contó que una de las imágenes que conserva de México es de las tiendas donde venden productos de plástico, tinajas, botes, escurridores de platos, platos, todo lo que se fabrique en plástico, y lo que más la fascinó siempre es el colorido. El exceso de color vale para los otros y no aquí.

Venecia disfruta también de ese colorido, con la salvedad de que la antigüedad la salva. Podemos aceptar los excesos de lugares avalados por la tradición, pero no los nuestros en la novedad.

Algo así veo en el esnobismo contra Benidorm entre la gente que me rodea. Son capaces de dejarse timar en las playas del Caribe mexicano, o en las de Cuba o de la República Dominicana, pero dejarse timar, que es uno de los mayores placeres que da la vida en sociedad, por Benidorm, les repugna.

Siempre parece que la autenticidad no pasa por el consumismo. Pero si fuese así, la ruta de la seda no hubiera existido jamás, y quizá tampoco la de las especies: Venecia sería un grupo de islotes en el Adríatico y nada más.

Arriba dije que Benidorm es la verdadera capital teológica de España. Debo aclararlo antes de terminar. Considero que en este momento existe una única religión: somos adoradores del sol, y por reducción, de todo lo que brilla. Somos consumistas, y ya para nunca cristianos. La playa es el gran sitio de culto. Durante unas pocas semanas al año adoramos al sol y a nuestros cuerpos. El llamado culto de la juventud, del que tanto se habla en nuestros días, forma parte del culto del sol, que siempre renace, y tan radiante. Lo nuevo, el objeto de consumo, sigue la misma pauta. Los cristianos del siglo 16 consideraban que los dioses de los otros eran demonios; Walter Benjamin aseguraba que el reino de la eterna novedad es el verdadero infierno.

Si el sol es dios, la playa es su templo, nosotros, siempre jóvenes, sus adoradores, y el consumo, el rito.

Feliz vuelta al cole.


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