Imaginen ustedes mi sorpresa al llegar a La Ideal y ver que estaba allí la tertulia al completo: los de siempre, Martínez y Chiner, con Manuel Gil, pero también estaban Marcos Taracido y Roger Colom, poetas, y Óscar Villán, ilustrador; junto con Arturo Gómez Galerio, jubilado que fue dueño de la fábrica de paraguas Diocleciano, hoy cerrada; el famoso filatélico, Jaime Gansell; el impresor, Jacinto Cordel; el notario, don Gonzalo García Siniestro; y el entrañable Pepe González Aznar, funcionario de correos. El Taxidermista estaba en su taller de la trastienda, terminando un cormorán grande (phalacrocorax carbo), que un partido político le había encargado.
Pregunté si se había muerto alguien, pero no, me dijeron, era una casualidad que se hubieran reunido todos. También ocurría que al Taxidermista le acababan de otrogar la Medalla Municipal al Mérito Cívico por su constante labor educativa. Parece ser que donó al Museo de la Ciudad unas veinte aves disecadas que guardaba en un bajo por el cual le habían ofrecido una cantidad importante unos señores del ramo de la especulación inmobiliaria.
Sin embargo, la conversación giraba en torno a la denuncia por acoso sexual que una funcionaria del Ayuntamiento había interpuesto contra la Alcaldesa. Era el último escándalo de entre la lista de los muy jugosos que en los últimos meses habían brotado como setas entorno a un cadáver. Y el cadáver era el gobierno municipal, que se había quedado en minoría.
-No hay nada como una buena minoría para que empiezan a graznar los buitres, dijo el Sr. García Siniestro, a lo que don Jaime Gansell contestó que todo el mundo tiene derecho a comer, y unos más que otros.
Con tanto caos en el Ayuntamiento, no se sabía cuándo sería la ceremonia de entrega al Taxidermista de la Medalla al Mérito Civico. Se rumoreaba que la oposición estaba tramando una moción de censura.
-La verdad es que la censura es un instrumento de gobierno muy del agrado de nuestros políticos y empresas de comunicaciones, soltó Martínez, siempre tan suyo, siempre tan ocurrente.
-Admitirá usted, mi querido maestro de escuela, que la censura es caleidoscópica, sugirió el notario, don Gonzalo García Siniestro.
-¿Y eso qué quiere decir?, esto don Manuel Gil.
A lo que terció Martínez:
-Lo que quiere decir, y usted debería saber, hombre de kiosco, es que todos se pelean por llegar al poder, por ejercerlo, de la manera que sea, para poder censurar a los demás. En eso consiste la democracia, en que el pueblo elige a sus censores, y el libre mercado, en que el consumidor elige el producto que considera mejor censurado, y la libertad de expresión, que no está para otra cosa más que para quejarse de lo mal que funciona la censura.
-Diría que usted sigue siendo tan amante de la exageración como siempre, terció Gansell, el filatélico.
-Ahora es usted quien me censura. No produce un argumento, me ataca directamente.
-No era un ataque, no era más que un comentario.
-Eso, muy bien, ahora escúdese en la libertad de expresión, maldito lame-timbres.
-Ahora sí que hay que censurarle, Martínez.
-Cállese, Chiner, que esto no va con usted.
-Exijo que retire eso del lame-timbres, que me siento personalmente aludido, exijió don Pepe, el cartero.
Colom y Taracido se reían por la pata abajo. Villán se entretenía dibujando una gaviota en pleno vuelo que colgaba del techo con hilo de pescar.
-¿Y qué sugeriría usted para cambiar el mundo y la censura que lo envuelve, Sr. Martínez?
El Taxidermista había entrado en la tienda y en la conversación. Se mantenía recto y de pie tras el mostrador.
-Pues, no lo sé. Antes se hablaba de la revolución constante. Ya se sabe que los períodos revolucionarios son los más fértiles. Las instituciones no son lo suficientemente estables como para ejercer la censura.
-Pero lo que más valora la gente es la estabilidad. Nadie vota por un partido que sufre convulsiones, una tras otra; nadie compra las acciones de una empresa que es incapaz de asentarse en el mercado. La mayoría ni siquiera se ve afectada por la falta de libertad de expresión, mientras en el bar o la tertulia le dejen decir lo que sea.
-Para eso está el fútbol, intercedió Chiner.
-Y la prensa del cotilleo, añadió Gansell.
-No hay nada más ridículo que un periodista del corazón reclamando su libertad de expresión, creo yo- esto de parte de García Siniestro.
-Es verdad, se pasan el día gritando y cuando tienen que callarse para que alguien más grite, se quejan de que les coartan la libertad. Pandilla de imbéciles, con todos habría que acabar.
El último comentario es de don Pepe González Aznar, funcionario de correos, y lo transcribo, no porque lo avale, sino porque considero que es mi deber comunicar al mundo lo que ocurre en la tertulia de La Ideal-Taxidermia, y porque para eso está la libertad de prensa. Aunque en este caso sea la libertad de electrónica y estas palabras no tengan otra función que acumular polvo cósmico en algún rincón de nuestro Almacén. Hasta dentro de quince días.