Qué sea el compromiso en la literatura. ¿Y compromiso con qué? Está, pues, primero, el problema de adscripción de un adjetivo a uno de sus múltiples significados. La comedia del Siglo de Oro está comprometida con el statu quo, la conservación del poder en manos de la monarquía, la inmovilidad de los estamentos y el imperio de la honra, y su fidelidad en la lucha por una causa era feroz. Y en la Guerra Civil la literatura de trincheras congregó por igual a un bando y a otro. Aceptemos entonces que el compromiso no depende de las causas ni valores, sino de la contracción de una responsabilidad, persiga el objetivo que persiga, una deuda en la que el escritor debe utilizar la ficción como un instrumento que influya y promueva efectos en el mundo real.

La fe no mueve montañas y la poesía no cambia el mundo. El que tiene fe ve moverse la montaña, aunque permanezca en su sitio; y el que quiere un mundo más justo piensa que cambia y mejora con cada verso, aunque la transformación viniese de antaño. Si acaso la fe mueve diminutos montículos y la poesía ilumina a algunos felices e individuos cuya expansión acaba en sí mismos.

Pero hay más: ¿es más comprometido el Neruda de Canto general que el de Residencia en la tierra? ¿Más El Lazarillo que La Celestina? ¿Ha conseguido más para la mejora del mundo la poesía social de los cincuenta o el realismo decimonónico que las Vanguardias o las novelas fantástica o de ciencia ficción? ¿Más Benedetti que Sebald?

El compromiso ha de ser con uno mismo, una fidelidad interna que permita sostenerse ante el espejo, o no romperlo. El compromiso ha de ser con la ficción, entendiéndola como otro líquido que circula por el cuerpo y que fluye en las heridas, y mancha si se roza.