¿Qué podemos esperar de un periodo sino que suceda a otro, y que nos sirva para enmarcar el tiempo y limitarlo y mensurarlo con la rigidez del alquimista embustero? No nos queda tiempo para conjugar el futuro, no nos engañemos con ese viejo ardid del lenguaje: no hay mañana que nos sirva de consuelo. El futuro no es capaz de existir sino como una burda ilusión, como una fantasía embaucadora.

Alguien insiste y trata de convencerme: mira más allá de ti mismo, observa cómo crecen nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, y cómo la oruga se hace crisálida y abre el capullo para alzar el vuelo transformada en mariposa. Todo transcurre según el orden natural de las cosas, ¡cómo no pensar el futuro, si es él quien nos piensa, es él quien nos espera!

Hace trampa quien se refiere en presente a algo que está por venir. Y más si a continuación da carta de naturaleza a una entelequia, hasta el punto de afirmar que es capaz de pensarnos o de esperarnos. En esa disputa, el escéptico siempre vence. Nadie en su sano juicio es capaz de arriesgarse a prever lo que sucederá mañana, incluso cabe preguntarse si el sol se alzará de nuevo sobre el horizonte. Hay algo, cierta incertidumbre (¡valga el disparate de dar por cierto lo incierto!) que nos acecha a poco que doblemos la cerviz y comprobemos el azar en el que se debaten nuestras vidas.

Quizás no aprendamos, pero el afán por espacializar el tiempo nos empuja a cuadricularlo, a transformar un año (¿pero qué narices es un año?) en un rectángulo plagado de rectángulos, de meses, de semanas, de días, de calendarios… El tiempo no avisa, no se detiene a especular, no aprecia la duda del pensador abstracto. Constructores de vacíos, aún queremos prevenir a las generaciones futuras frente al exceso de una cultura que espacializa hasta el paroxismo su propio devenir, el decurso imprevisible de las cosas. ¿Tiempo habrá…?

En vísperas de un nuevo año, lo menos que cabe esperar es que nadie se atragante con las uvas, no vaya a ser que el futuro se lo lleve por delante…