Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Estudio experimental sobre la velocidad de un reloj en movimiento (Parte 4)

El vestíbulo estaba sombrío y fresco. Era un alivio entrar en él, dejar atrás el sofoco aún presente de la tarde. Olía a humedad y a guiso de charlis. La luz del exterior se reflejaba en el mármol oscuro y aquello era suficiente para poder adivinar las formas de los ascensores. De los tres uno no funcionaba, otro servía a las plantas impares y el último a las pares. Ninguno llegaba más allá de la planta 15. Que funcionaran al completo, todo recto hasta la planta 28, habría requerido que cada vecino pagara en contribucion a la comunidad el doble de carbonos. Como resultado el edificio se dividía en dos clases sociales, Arriba y Abajo, según sus habitantes se vieran o no obligados a usar las escaleras. Yo vivía en el piso 21. Pertenecía a los de Arriba.
Llamé al ascensor impar. Su descenso lo marcaba una hilera de luces redondas y blancas. Mientras lo esperaba entró en el portal la Señora Matilde, una mujer anciana con el pelo ralo y teñido de rubio, de andar siempre cansado por sus tobillos hinchados. La Señora Matilde solo hablaba con blancos y siempre contaba las mismas historias. Para ella su ultima conversación contigo nunca había existido.
Siempre pense que yo le gustaba.
Hola, Señora Matilde, cómo está usted hoy.
Pues ya ves, hijo, vengo del mercado. No había nada. Está todo fatal. Muy mal.
La llegada del ascensor me salvó de tener que dar una respuesta.
Bueno. Venga, suba usted primero.
Las puertas doradas y torpes se abrieron con un quejido de engranajes. Entramos. Apreté el botón del piso 15. La primera vez no funcionó. Tuve que intentarlo de nuevo hasta que a la cuarta o la quinta las puertas comenzaron a cerrarse.
La Señora Matilde suspiró y continuó su monólogo ahi donde lo había dejado.
Además el chaval que está en mi piso no me ha pagado aún la renta del mes pasado y así ya me diras que hago.
En aquellos días la Ley de Ocupación no obligaba a los jubilados a compartir sus viviendas, aunque casi todos alquilaban alguna habitación para poder ir tirando adelante.
Ya me gustaría a mi tener una chica como la que estaba en el tuyo, ¿cómo se llamaba? Era tan simpática, tan guapa. Las chicas son más limpias y ordenadas.
No dije nada.
El ascensor llegó a la planta 15, vibró durante unos segundos y se detuvo bruscamente. Salimos. Comenzamos a subir la escalera. La Señora Matilde vivía dos pisos más arriba. Yo subía delante suyo pero no tuve el valor de dejarla atrás.
Hay qué ver que peste. Qué mal huele la comida de los chinos.
Ella aún llamaba chinos a los charlis cuando en realidad ninguno de ellos lo era. Tenían ojos rasgados, sí, pero los chinos hacía tiempo que ya no vivían en edificios como aquel.
No solo se llevan los mejores pisos sino que además atufan a toda la escalera. Qué asco. No puede una siquiera abrir la puerta para airear la casa.
La Señora Matilde y su vecina de enfrente tenían la costumbre de dejar sus puertas abiertas haciendo del 17 un piso comunal, una nueva corrala por la que andaban a su antojo, limpiando, cocinando al mismo tiempo. Para ahorrar una escuchaba la tele que encendía la otra. Cuando se cansaban se gritaban reproches y cotilleos de un apartamento a otro.
Bueno hijo, gracias por acompañarme, dijo cuando llegamos.
Sacó un manojo enorme de llaves y comenzó a abrir los cerrojos de su puerta.
Se agradece conversar con alguien joven. El chico mío no está nunca. No sé que hará por ahí. Como el tuyo, ¿no?
Se refería a Sol. Nada escapaba al ojo escrutador de la Señora Matilde.
¿Eres tú?, se escuchó decir desde dentro del otro apartamento.
Sí, ya estoy aquí, ahora paso a verte, dijo casi gritando. Los ecos se reproducieron por la escalera.
Esta mujer, qué pesada es, no sabe estar sola. Hasta luego, hijo.
Me despedí de ella. Aún me esperaban cuatro pisos más. Habría pagado lo que fuera por tener un ascensor que me llevara hasta casa.

Con ascensores y trenes. Así nos lo habían explicado una y otra vez en el colegio. El experimento consistía en colocar un reloj dentro del ascensor de un rascacielos Si el ascensor es muy rápido, tan rápido que asciende casi a la velocidad de la luz, y el rascacielos es muy, muy alto, cuando alcance la última planta el reloj parecerá haberse atrasado. En el interior del ascensor el tiempo habrá pasado más despacio. Lo mismo si colocas dentro gallinas o personas. Cuando lleguen al última piso tú habrás envejecido un poco más que ellos. Has entendido algo, me preguntaba Ignacio. Ignacio Del Mazo era el chico que se sentaba detrás de mi en la escuela. Tenía los dientes separados, hablaba mucho y siempre mascaba chicle de sandía. Cuando quería decirme algo me tocaba en el hombro y se echaba hacia delante para hablarme en la oreja, que se empañaba con el olor dulzon de su aliento. Pues debe de ser un ascensor mágico, le respondía. Después de aquella explicacion, el profesor no enseñaba fotos en blanco y negro, fotos de hacía casi doscientos años, en el que dos señores mayores se daban la mano sonriendo a cámara. Estos son los hombres que lo inventaron, niños, Einstein y Lorentz. Al primero lo había reconocido. Lo había visto en otras fotos, más viejo, sacando la lengua y con pinta de loco. Pero en aquella foto llevaba un traje negro. Un frac. Los dos vestíian elegantes pero parecían estar llenos de polvo. A Ignacio Del Mazo y a mí nos resultaba difícil creer que aquellos dos viejos que no parecían muy diferentes de nuestros propios abuelos y que nos miraban sonrientes y muertos desde aquella imagen desvaída hubieran descubierto cómo viajar a otros planetas. Luego, más mayores, como a todos, nos enseñaron la curva roja de la Ecuación de Larmor, aquella parábola que se acombaba al final, hacia el infinito, y que medía el retraso del reloj del ascensor según lo rápido que subiera. Como el ascensor de un rascacielos pero tan alto que llega al espacio, nos repetían, porque era necesario educarnos, convencernos, insistir, porque por culpa de ese ascensor nos estábamos sacrificando todos. Los permisos de carbono, la Ley de Ocupación, el racionamiento de energía, la prohibición de gasolina, los campos municipales. Ese ascensor era nuestra única esperanza. O eso nos decían. Todo para que pudiéramos ganar tiempo, retrasar el desastre, desarrollar motores, construir naves, bases orbitales y así poder marcharnos si la humanidad no era capaz de evitar que sucediera.
Lo que durante años había sido una mera posibilidad teórica se había comvertido en algo real. La culpa la habia tenido Larmor y su ascensor. Por eso estabamos obligados a conocerle. Larmor y un telescopio espacial. Es curioso cómo a veces se suceden las cosas.
Yo aún no había nacido. Fue entonces cuando un telescopio en órbita descubrió tuna nueva estrella que había permanecido oculta tras una nebulosa o quizá un cúmulo de materia oscura hasta que las rotaciones de los cuerpos celestes la habían colocado de nuevo en nuestra línea de visión. Una estrella más cercana que ninguna otra conocida, a menos de dos años luz. Una estrella gemela al Sol.
La bautizaron Alpha Metris.
Su hallazgo pudo explicar por fin porcentajes de error en los cálculos gravitacionales que hasta entonces habían resultado incomprensibles para los astrónomos y los dos soles que brillaban por encima de las manadas de antílopes y los cazadores prehistoricos pintados sobre las paredes de las cuevas del Sahara.
Pero el descubrimiento no parecia poder servir de mucho más. La nave más veloz hasta entonces tardaria unos 50.000 años en alcanzarla.
Entonces los telescopios y sus espectrómetros determinaron que alrededor de Alpha Metris giraban nueve planetas. Tres de ellos quizá con agua, quizá habitables. El descubrimiento sacudió a la humanidad. Funcionó. El género humano decidió hacer algo. Investigar, crear prototipos, nuevas naves que pudieran alcanzar aquel mundo tan cercano. Se rescató el viejo Proyecto Orión. Se reunieron a los mejores científicos. Se volcaron todos los recursos. Se pensó en la fusión fría, en el plasma a temperature solar, en pulsos nucleares. Se trabajaba a contrarreloj. Nadie sabía aún cuánto permanecería Alpha Metris a tiro. Quizá un siglo. Quizá un año. Subían los mares. Los incendios se multiplicaban. Los aviones caían desconcertados por las tormentas y el humo. Las cosechas se perdían o se hacian pauperrimas. Crecí. Hubo guerras. Lejanas. Tantas que no recuerdo la lista. Hubo accidentes nucleares. Quizó alguna bomba. Millones abandonaron sus casas. Los fugis llegaban a nuestras fronteras al mismo ritmo que las salas mortuorias se llenaban por los rigores de los nuevos veranos. Cumplí los veinte. Mis padres murieron en uno de ellos. No quedaba espacio. Ni para la comida ni para la gente. Cuando parecía que todo estaba perdido, se anunció: El viaje a otros mundos ya era posible.
Y entonces nació Alpha.

(continuará)

Santi Pagés | 08 de mayo de 2011

Librería LdN


LdN en Twiter

Publicidad

Publicidad

Libro de Notas no se responsabiliza de las opiniones vertidas por sus colaboradores.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons
Desarrollado con TextPattern | Suscripción XML: RSS - Atom | ISSN: 1699-8766
Diseño: Óscar Villán || Programación: Juanjo Navarro
Otros proyectos de LdN: Pequeño LdN || Artes poéticas || Retórica || Librería
Aviso legal