Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Tan triste como ella (Parte 2 de 2)

Escuchamos primero un murmullo, después un aplauso. Penrose había entrado en la sala. Nos volvimos para verle. Me sorprendió el número de personas que se había acumulado alrededor de la puerta en unos pocos minutos, ahora apretados, casi sin sitio, rodeando a Penrose que se hacia paso entre ellos con esfuerzo. Era más alto que todos y aunque apenas podía ver su cuerpo entre la gente, se le adivinaba un cuerpo ancho y fuerte. No miraba a nadie a los ojos aunque sonreía con supuesta modestia. Esther se sacudió en la silla emocionada como una adolescente.
Es él, es él, dijo.
Penrose alcanzó el atril desde el que iba a hablarnos y colocó sobre él la carpetilla que llevaba bajo el brazo. Estábamos a poco más de un metro de él. La sala se había llenado y el ambiente era de pronto sofocante. Sacó unos papeles, un bolígrafo y levantó la vista. Nos miró a todos, de un lado al otro de la sala, sin decir nada. Se fue haciendo el silencio. Esther se quedó quieta. Cuando Penrose me miró sentí vergüenza, como si mi padre me estuviera regañando por hacer algo mal, aunque yo no supiera el qué. Paralizar con la mirada era uno de los muchos poderes de Penrose.
No podría calcular con exactitud cuánto tiempo estuvo hablando. Pero puedo recordar, casi en el mismo orden, todas las palabras que pronunció, como si me las hubiera implantado una a una, como si las hubiera guardado en una caja fuerte en algún rincón de mi cerebro que yo ni siquiera conocía. Tampoco podría decir si su discurso me pareció bien o mal, si me convenció de algo en aquel momento. Me di cuenta de que lo había memorizado unos días más tarde. Cuando Penrose terminó su intervención dedicando los últimos minutos a hablar de su clínica y de sus sesiones de terapia sentí como si hubiera despertado de un sueño profundo y espeso, aunque no tuviera conciencia de haber caído dormido. Se repartieron folletos. Sin saber cómo, uno llegó a mis manos. “La salud mental es un bien de todos”, decía el eslogan escrito sobre la fotografía de Penrose impresa al dorso. El doctor estaba de nuevo rodeado de gente que ahora llevaba libros en las manos, esperando su firma. Él escribía autógrafos, uno tras otro, mientras recibía felicitaciones, ánimos y palmadas en la espalda. La sala se había llenado de conversaciones y ruidos de sillas. La luz de los fluorescentes empezó a hacerme daño en los ojos. Quise pedirle a Esther que nos marcháramos pero ella se levantó antes de que pudiera decir nada y se acercó a Penrose para intentar hablar con él. Daba saltitos impaciente, alargaba su brazo para poder tocarle y llamar su atención. No podía creerlo. No la había visto con tanta energía desde que cayó enferma. Yo en cambio estaba aún confuso. Seguía sin entender qué había sucedido en esos minutos de los que apenas recordaba nada. Los dos estaban a solo unos pasos de mí, por fin hablando, Penrose mucho más alto que ella, que a su lado parecía aún más frágil. No podía escuchar lo que decían. Esther se puso de puntillas, se acercó al oído del doctor y le susurró durante unos segundos. En aquel momento parecían las dos únicas personas en la sala. Él sonrió, y sin dejarse distraer por un hombre calvo que le puso un ejemplar de su libro casi en la cara, sacó del bolsillo interior de la chaqueta una tarjeta que Esther recibió con las dos manos. Me levanté.
Vámonos, por favor, alcancé a decir, hace mucho calor aquí dentro.
Qué hombre, dijo ella cuando llegamos a la calle.
El frío me alivió bastante aunque la diferencia de temperatura me hizo sentir un hormigueo por todo el cuerpo. Abrigué a Esther primero. La ayudé a meter sus delgados brazos en las mangas de su abrigo. Ella murmuraba cosas sin prestarme atención y se dejaba hacer. Después me puse la chaqueta. Todavía sentía los ojos ardiendo. Caminamos hacia el coche. Le pregunté por la tarjeta.
Es su número personal. Me ha dicho que le interesa mucho mi caso.
Preferí no responder. Solo quería descansar, estar tranquilo. Era de noche pero la calle estaba llena de gente, de coches, de ruidos de bocinas y más gritos, como si todavía no hubiéramos salido de ese cuartucho agobiante. Una vez en el coche me sentí algo mejor.
Le llamaré mañana, dijo Esther mientras la ayudaba a ponerse el cinturón.
Arranqué el motor, metí primera y me incorporé al tráfico sin mirar demasiado si alguien venía por detrás.
El Doctor Penrose entiende mi enfermedad y creo que va a poder ayudarme.
Esther me miró. Yo no aparté la vista del frente. Solo quería salir del centro, dejar atrás aquellas calles atascadas. No discutir.
¿No estás contento?
Si tú lo estás. Pero el tipo no me gusta.
Nunca te gustan. Para ti es otro charlatán.
No. Este no lo es. No es eso.
No hablamos más hasta que llegamos a casa. Cuando quise ayudar a Esther a salir del coche como hacía siempre ella rechazó mi mano sin siquiera mirarme.
Ya puedo yo.
La subida en el ascensor fue un suplicio. Preferí no decir nada más para no empeorarlo. En realidad, tampoco sabía muy bien qué más decir. No entendía nada.
En el contestador había una mensaje. Mientras lo escuchaba Esther se metió en nuestra habitación y cerró la puerta tras ella. Era el tipo de los seguros. Al día siguiente tenía que hacer una reparación en un piso en las afueras, casi en la otra punta de la ciudad. Tres o cuatro días de trabajo, decía. Me alegré. Hacía mucho que no me enviaban ningun trabajo desde la agencia. Tendría que pasarme por allí muy temprano a recoger las llaves. Me hice un bocadillo rápido en la cocina las dos o tres primeras cosas que encontré, me lo comí allí mismo, de pie, y cuando creí haber dado a Esther tiempo suficiente entré en la habitación.
Ella estaba leyendo el folleto de la Clínica Penrose. Se había puesto las gafas de leer. Eran viejas y le quedaban ridículamente grandes. Me desvestí, me puse el pijama y me metí en la cama. Ella no se movió, no dijo nada. Siguió leyendo reposando sobre las dos enormes almohadas, sentada como le había recomendado el médico. Le di las buenas noches y apagué mi luz. Ella no respondió. Cuando estaba a punto de conciliar el sueño, se levantó, apagó la luz de su mesilla y salió de la habitación. Aquello me inquietó. Intenté no pensar mas en ello. Tardé en dormir.
De madrugada me desperté. El estomago me ardía. La casa estaba en completo silencio. Sentí frío. Esther no estaba en la cama. Me asusté un poco. Me puse las zapatillas y me levanté a buscarla. La encontré en el salón mirando por la ventana. La noche era muy clara. La luna estaba casi llena. El resplandor naranja de las farolas no llegaban a la altura de nuestro apartamento. Tan arriba que parecíamos estar flotando sobre la ciudad. La luz blanquecina trasparentaba la figura de Esther bajo el camisón. Parecía tal cual un fantasma.
Oh, estás ahí. Iba a la cocina a tomar algo. ¿Te encuentras bien?
Esther giró la cabeza y miró hacia mi. No podía distinguir su cara a contraluz.
Sí, no es nada, vuelve a la cama.
Supe que algo iba a cambiar. Tuve miedo.

Al día siguiente me perdí buscando la dirección del trabajo. Un barrio sin nada de especial, con bloques de pisos no muy grandes, todos iguales, que me jugaron una mala pasada. No me quedó más remedio que preguntar varias veces. Me dieron indicaciones contradictorias. Decidí aparcar delante de lo que parecía un almacén abandonado y seguir a pie. No podía estar muy lejos. Saqué la caja de herramientas, un saco y la manta de trabajo de la parte de atrás. Necesité andar un buen rato hasta encontrar el lugar.
Los dueños no están, se han ido de vacaciones, han apartado todos los muebles, me dijo el tipo de la agencia al darme las llaves aquella misma mañana. Déjalo todo limpio y como estaba. Y por favor, apunta bien las horas que hagas.
La puerta del piso se abrió con un sonido arenoso. Estaba a oscuras. Olía a cerrado. Al fondo del pasillo podía ver unos ventanales con las persianas echadas. Encontré el interruptor de la luz. No funcionaba. Estupendo, pensé, mientras buscaba la linterna en la caja de herramientas. Di dos pasos más. Al segundo el suelo crujió.
Al parecer ha habido una fuga de agua en la cocina y parte del suelo de parquet se ha levantado. Tienes que limpiar aquello, colocar uno nuevo donde haga falta y encerarlo todo, recordé que me habían encargado en la agencia.
Encendí la linterna. No era muy potente pero al menos podía ver donde pisaba. En efecto el parquet estaba roto, levantado a trozos, con las tablillas montadas unas sobre otras, quebradas como si hubieran reventadas. En otras partes el suelo se había combado. Había manchas de salpicaduras en la pared justo por encima del zócalo, que también se había deformado. Dando unas zancadas atravesé el pasillo, pasé por delante de la puerta cerrada de lo que debía de ser la cocina, y entré en el salón para abrir las persianas y tener más luz. Me costó subirlas. Estaban muy duras. La estancia estaba vacía y con cada tirón de la cinta el sonido del rodillo hacía un eco fortísimo. Las paredes también estaban vacías a excepción de un reloj redondo y parado. La pintura clareaba donde antes hubo cuadros colgados. Me fijé en el suelo. Había mucho polvo. Demasiado. Me dije que por qué no, y miré por los otros cuartos. Tenía curiosidad. Cuando subí la persiana de la habitación principal vi que tan solo contenía una cómoda con espejo muy antigua, un somier y un cabecero de cama de caoba muy pesado en apariencia. No me atreví a entrar en el baño, que seguía oscuro, fuera del alcance de las ventanas y del que salía un olor a cañerías sucias. El resto de la casa estaba igualmente vacío. Allí no había vivido nadie en un buen tiempo. Las vacaciones de los dueños estaban siendo muy largas.
Me sentía algo intranquilo. No quería pasar allí más tiempo del necesario y no esperé más a ponerme con el trabajo. Alguien había tenido que quitar las tablillas del umbral para poder abrir la puerta y las había amontonado, rotas y arañadas, al fondo del pasillo. Las fui metiendo en el saco. Con la boca del martillo desprendí el zócalo, que se astilló con el primer tirón. Puse la manta bajo mis rodillas y comencé a quitar las tablillas que todavía cubrían el suelo. Estaban en muy mal estado, pero se separaban con facilidad, todavía pegadas las unas a las otras. Había sido una fuga de agua grande y era necesario retirarlo casi por completo. Cuando quité toda la franja junto a la pared me pareció ver algo grabado en el suelo de cemento. Unas marcas extrañas. La luz de las persianas no era suficiente y encendí de nuevo la linterna. Eran cinco surcos paralelos, muy juntos, casi rectos, algo curvados al final. No podía creer que aquello fuera lo que parecía ser. Pensé en otras explicaciones, que eran marcas de herramientas, de la llana o de un mueble que por casualidad había dejado grabado en el cemento fresco aquellas lineas. Pero era imposible. Todavía no sé porque no me largué en aquel mismo momento. En vez de eso me lancé a arrancar el resto de tablillas. Necesitaba saber qué más había allá debajo. Las aparté sin cuidado, con las dos manos, tirándolas lejos. Me corté los dedos varias veces. Sujetaba la linterna con los dientes. No tardé en encontrar más surcos. Otros cinco casi idénticos. Fui siguiéndolos, quitando parquet, aunque no estuviera dañado, cada vez con más ansia. Estos seguían paralelos a los primeros. Cuando termine estaba exhausto y me costaba respirar. Me tumbé boca abajo junto a ellos y los examiné con cuidado. Fui recorriendo con la mano sus rebordes, después seguí las marcas con mis propios dedos hasta que tropecé con algo. Una escama pequeña y roja. Una uña rota de mujer.
Recogí las herramientas y salí corriendo.

Santi Pagés | 16 de octubre de 2010

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