Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Mazinger

Me doy cuenta de lo extraño de la situación, de la blancura excesiva del restaurante, de la teatral lentitud con la que se mueven los comensales y cuando veo que sus platos están vacíos, cuando compruebo que no consigo escuchar una palabra de lo qué dicen comprendo por fin que estoy soñando y con esa lucidez llega también la certidumbre de que la niña aparecerá en cualquier momento. Comienzo a jugar con los cubiertos, que son plateados e inútiles porque están enredados sobre sí mismos como ramas secas. El deseo de mirar alrededor, de buscarla, la ansiedad por descubrir que estoy en lo cierto van poseyéndome. Cuando no consigo resistir más levanto la vista y la encuentro mirándome desde la barra, apenas tan alta como ella. Entonces me despierto.
A medida que mis ojos perciben los contornos de la habitación, las paredes iluminadas por las lámparas que se han quedado encendidas toda la noche, las cortinas cerradas, la televisión congelada en la pantalla de menú del canal porno, voy recomponiendo los antecedentes, dónde estoy, el hotel, mi suite habitual. Trato de recordar cómo llegué hasta aquí anoche pero mi memoria se resiste. Me esfuerzo en recuperar el recuerdo más reciente, el último, y me alcanza como un fogonazo la imagen de una camiseta amarilla y ceñida con las dos kas combándose sobre dos tetas mayúsculas. Miro a mi lado. Una chica duerme de espaldas a mí abrazada a las sábanas que no la cubren del todo. Está bronceada y desnuda. No creo que llegue siquiera a los veinte. Va llegando el resto de recuerdos. Una sonrisa, un autógrafo, el reservado, la misma conversación de casi cada noche, eres mi héroe, no me lo puedo creer, es un sueño conocerte. Champán, la salida VIP, la autolimo, una mamada. Después, nada. Me horroriza la idea de que la chica se despierte y tener que hablar con ella así que me levanto sigilosamente de la cama, entro en el baño y cierro la puerta con pestillo. En el fondo del wáter flota vómito y un condón usado. Cierro la tapa y me siento sobre ella. Está fría. Descuelgo el teléfono que está junto a la bañera, llamó a recepción y pido que llamen a seguridad. Mientras espero a que suban me miro en el espejo. Tengo ojeras y me duele un poco la cabeza. Por lo demás, todo bien. Muy bien incluso. Por el sabor de mi boca deduzco que el vómito no es mío. Oigo abrirse la puerta de la suite. Voces graves. Balbuceos. Gritos para que despierte. Abro todos los grifos para no escuchar más. Los cierro cuando siento un portazo. Espero cinco minutos más por si vuelven. Me quedo mirando mi propia imagen sobre el lavabo. Vuelve el fogonazo. Veo a la niña junto a la barra de ese restaurante imposible y blanco, medio escondida, tímida, y me pregunto de qué tendría miedo, si era de la gente o de mí, y me digo que no podía ser por culpa mía porque si me temiera no se presentaría una y otra vez en mis sueños.
Cuando vuelvo a la habitación, está vacía.

Llevo cinco años soñando con ella. Aparece al menos una vez por semana, justo antes de que despierte, en ese último sueño que se queda contigo todo el día aunque se desvanezca con las horas. He soñado con ella en aeropuertos, restaurantes, playas, en La Fundación, en mitad de un campo. Siempre en un margen de la escena, escondida en el rabillo del ojo, mirándome fijamente, recordándome que me observa. Muchas veces no necesito verla para saberlo. Tiene siete u ocho años y viste de blanco aunque nunca consigo ver bien qué lleva. En ocasiones parece asustada, de ese modo en que los niños se asustan de los desconocidos. Otras parece decepcionada, como si no le hubieran traído el juguete que ha pedido. Durante mucho tiempo estuve obsesionado con descubrir quién era. Aunque no me resultara familiar, esa forma de mirarme, esa persistencia en visitarme me convencieron de que debía conocerla de algo. Al principio pensé que podría ser alguien de la familia. Una prima más o menos lejana, qué sé yo. Quizá la recordaba de alguna reunión familiar de cuando mis padres aún vivían. Quizá había sido un amor prohibido e ingenuo cuya memoria reprimida había regresado para vengarse. Mi padre no guardaba ningún álbum familiar, los quemó cuando murió mi madre. Supongo que aquella fue su forma particular de terapia. El único pariente con el que mantuve algún contacto fue con mi tía, una hermana de mi padre que me enviaba al internado dulces y un cheque en mi cumpleaños. Tal vez ella conservara algo. Cuando establecí que los sueños no iban a abandonarme contraté unos detectives para que reunieran fotografías de familia. No quería tener que dar explicaciones a ningún pariente. Consiguieron unas cuantas, no muchas, no sé cómo. Fotos borrosas de cumpleaños, de niñas comiendo pasteles alrededor de una mesa, fotos de excursiones escolares, grupos de colegialas entre las que se suponía que estaban mis primas aunque no reconocí a ninguna ni a nadie que se pareciera a la que se aparecía en mis sueños.

Llaman de recepción para decir que la autolimo está ya esperándome. Término de vestirme y bajo al hall. Un botones me abre la puerta, entro y nada más me siento el navegador automático me da los buenos días. No respondo. No entiendo por qué hay gente que lo hace, un robot es un robot por mucho que hable. Destino, Fundación Kabuto, tiempo estimado, 35 minutos, abróchese el cinturón por favor. La autolimo arranca con un suave silbido y en cuanto nos ponemos en marcha el videotélefono se enciende. Hoy no me han dado tiempo ni a reclinar el asiento. Es Sayaka. Por lo seco de su saludo sé que está enfadada conmigo. El enfado también le hace parecer más vieja. Me dice que tengo que firmar unos contratos antes de la misión. Es urgente. Le pregunto para qué son aunque en realidad no me importe mucho. Míralo tu mismo, responde. Suenan dos chasquidos y de la ranura bajo la pantalla salen dos hojas. Una es el papeleo legal. La otra es un montaje de varias fotografías tomadas desde diferentes perspectivas de una zapatilla deportiva estilizada y naranja. Tiene una ka escrita en azul a cada lado. Su caligrafía se alarga por el talón y el empeine enlazando una con otra. No está mal, me gusta.
La línea deportiva para este año, continúa Sayaka. Este es el primer modelo, el de casual wear. El contrato cede tus derechos de imagen para toda la colección. Sólo tienes que firmar abajo. Hazlo ahora.
Luego.
No, ahora.
¿Qué más te da, Sayaka?
Bah, haz lo que quieras.
¿Dónde toca hoy?
Creo que es Sidney, déjame mirar. Sí, Sidney.
¿Está el Dr Yumi? Necesito hablar con él.
No. Irás directamente al meka. Te pondremos al corriente durante el vuelo. Es prioritario.
¿Eso es todo?
Sayaka baja la vista y se queda en silencio unos segundos.
No soy tu secretaria, Koji. No puedo estar persiguiéndote todos los días para que hagas lo que tienes que hacer. Has de tomar tus propias responsabilidades.
No digo nada. Estoy esperando a que acabe.
¿Dónde estuviste anoche?
Donde siempre. ¿Has terminado?
Antes de colgar, Sayaka frunce la boca con asco y me lanza una mirada de odio.
Busco el botón que abre el minibar en la consola del reposabrazos. La puerta se abre y la bandeja se despliega mostrando unas botellas. Moriría por tomar algo de alcohol pero prefiero no beber cuando voy a combato. Demasiado riesgo. Me sirvo un zumo y me trago un Rapidol con él. Reclino por fin el asiento. No quiero cerrar los ojos así que miro a través de la ventana. La autolimo está parada en un semáforo. Del edificio de enfrente cuelga un anuncio con mi foto. Es enorme. El cartel debe de tener unos diez pisos de alto. En la imagen se me ve de pie sobre un fondo blanco, mirando hacia arriba y a lo lejos con una mezcla de esperanza y decisión. Estoy sujetando el casco bajo el brazo y llevo puesto un mono naranja con dos kas escritas en azul en el lado izquierdo del pecho. Es el nuevo uniforme. Me hubiera gustado mantener el antiguo, el rojo con mangas y botas amarillas, pero si no se cambia de modelo no se vende, y si no se vende no hay negocio. En el cartel, sobre mi cabeza, hay escritas tres palabras. Just do it.

Una noche soñé que volvía al internado porque se descubría que por un error no había pasado todos los exámenes del último curso. Era angustioso. En el patio, cuando nos mezclaban a todos, niños y niñas, como era habitual, se arremolinaban los rostros vagamente familiares de los compañeros de clase, rostros a los que apenas podía dar un nombre. Ella estaba allí también, esperándome. Tras aquel sueño pensé que debía de ser allí donde la había conocido. Quizá unos pocos recreos, unos pocos juegos en común, los suficientes como para que su imagen se guardara en mi memoria pero no los bastantes como para recordarla en vigilia. Los detectives consiguieron el anuario de mi año. No la encontré allí. Después los anuarios de todo del resto de cursos. Tampoco. Estudié una vez más todas las caras, repasé todos los nombres. Me tomé mi tiempo. Quise recomponer bien su rostro en mi memoria. Cada vez que ella se aparecía en mi sueño corría a examinar cuidadosamente esos tomos delgados y negros antes de que su rostro se perdiera de nuevo. Fue inútil. No encontré nada.

En cuanto nos acercamos a la puerta del recinto de La Fundación comienzo a escuchar los gritos. Los guardas de seguridad apenas pueden contener a los cuarenta o cincuenta fans que están esperando junto a la verja. Casi todos son chicas muy jóvenes. Hay algunos niños vestidos con la versión infantil de mi uniforme que van acompañados de sus padres. Incluso han montado dos tiendas de campaña. Muchos portan carteles con mi foto pegada, corazones, brillantina, I love u KK, Save the world!. Cuando la autolimo reduce la velocidad para atravesar el portón los gritos arrecian, los flashes se suceden y escucho dos o tres golpes sobre la carrocería. Después, mientras enfilamos la larga recta que lleva hasta el complejo, ya solo hay una extensión verde y silencio. La pantalla deflectora que cubre La Fundación se abre un cuarto, atravesamos el perímetro y nos detenemos en la entrada. La puerta de la autolimo se abre, salgo, y los técnicos me reciben con las inclinaciones de siempre. Todos llevan batas blancas. Me rodean, me preguntan cómo me encuentro y me acompañan hasta el ascensor, atravesando un número ridículo de puertas que requieren identificación digital para ser abiertas. Entramos en la cúpula y ni siquiera miro al meka. Recuerdo que cuando lo vi por primera vez, hace ya ocho años, no podía dejar de contemplar la enormidad inabarcable de su cuerpo, cómo se elevaba sin descanso, sin término, hasta el límite mismo de la bóveda, recorrido por una gigantesca estructura de andamios. No podía articular una palabra, no podía siquiera cerrar la boca, me dolía el cuello de tanto mirarlo, mis ojos resultaban demasiado pequeños para poder verlo con una sola ojeada. Estaba tan paralizado que tuvieron que empujarme hasta este mismo ascensor acristalado, al que subí con el Dr Yumi, que miraba mi asombro con infinita ternura. Recuerdo que mientras ascendíamos miré hacia abajo, al abismo vertiginoso que hacía casi invisibles los pies del meka y tuve miedo. El doctor se dio cuenta, pasó su brazo por mis hombros, me señaló el inmenso rostro reluciente e inanimado y me dijo, este será tu protector, tu compañero. Eso fue entonces. Ahora este trayecto en ascensor me resulta siempre interminable. Nunca habla nadie. No me gusta que me hablen. Ellos lo saben. Así es mejor.

Me consumía el empeño de averiguar quién era. Tumbarme, apagar la luz, intentar dormir, sabiendo que esa noche quiza aparecería. Me consumía la impotencia al despertar. Con el tiempo fue obsesionándome otra idea. ¿Y si jamás había visto a esa niña en persona? Tal vez era una imagen tomada de algún otro sitio, absorbida inconscientemente de una película, una revista, de un retrato en el salón de alguien, tal vez en la casa de una fan que antes de follar se empeñó en enseñarme fotos de su familia, de su mísero pueblo, de su infancia, para convencerse de que yo era buena persona y de que no estaba cometiendo un error. Si así fue, me he acostado sin saberlo con la niña. Si así fue, no la encontraré nunca.

Cuando llego a Sidney los daños no son aún catastróficos. El meka del Barón ha salido del mar y ha cortando el puente que cruza la bahía retorciendo sus arcos hasta convertirlos en un amasijo de metal del que asoman unas llamas porque algunos coches deben de haber explotado con el impacto. El teatro de la ópera está completamente destruido, reducido a unas carcasa chafada y negra. El Barón siempre busca causar daños más simbólicos que estratégicos, prefiere aterrorizar más que aniquilar a la población. Por eso sus mekas tienen unos diseños delirantes y disfuncionales. Este fantoche de hoy, por ejemplo, es morado y cilíndrico. Su cabeza asemeja una calavera lo que le da el aspecto de un esqueleto hipertrofiado. Tiene dos guadañas en vez de manos, tan largas que me pregunto cómo hará para no tropezarse con ellas al moverse. Cuando tomo contacto con él está usándolas para cortar un rascacielos como un leñador que corta a hachazos un árbol. Con cada golpe la estructura se inclina un poco más. Las ventanas saltan disparadas en todas direcciones como esquirlas iridiscentes que después caen lentamente como copos de nieve. Me echo sobre él desde arriba. No me ve llegar. Las creaciones del Barón son bastante torpes. Al principio las conducían pilotos esclavos, pobres diablos tan aterrorizados que a menudo se quedaban paralizados, que apenas conseguían que el meka respondiera o que lo hacían moverse como un gordo borracho, desequilibrándolo hasta hacerlo caer ellos mismos. Más tarde el Barón probó con el control remoto, después con pilotos robóticos. Aquellos primeros modelos automatizados eran ridículos. El que atacó Osaka tenía dos cabezas que en vez de atacarme se desintegraron mutuamente. La tecnología de sus mekas ha mejorado con el tiempo pero nunca resulta difícil vencerlos.
Empujo al bruto morado de vuelta hacia la costa, se trastabilla, sus articulaciones rechinan, queda suspendido un segundo en el aire y cae al mar levantando una enorme cortina de agua que inunda el parque al otro lado de la bahía. Quiero sacarle de la ciudad cuanto antes porque me han pedido que minimice los daños. No siempre es así. A veces La Fundación no insiste tanto. Cuando aquel bruto que tenía una bola de demolición por brazo atacó Shangai no hubo tanta urgencia. Cuando el Barón atacó a Moscú me sugirieron que no acabará con su meka demasiado pronto. No soy imbécil. Algunos ataques son más prioritarios de repeler que otros. Sé que hay unos cuantos se benefician con cada reconstrucción, con cada nuevo proyecto urbanístico. Sé que el Dr Yumi recibe llamadas de aquí y de allí, que hay presiones diplomáticas, regalos corporativos, contratos por adjudicar, espónsores que complacer. Allá ellos. A mi me da igual. Combatir me divierte.

Hace unos meses, cuando ya estaba a punto de darme por vencido, decidí hablarle al Dr Yumi de la niña. Hasta entonces no había contado mis sueños a nadie. No quería que cuestionaran mi capacidad, no quería que me apartaran del meka. Pero la curiosidad y mi obsesión resultaron demasiado fuertes. Le confesé lo repetido de sus apariciones, le relaté mis infructuosos esfuerzos por descubrir la identidad de la niña. Él me escuchó en silencio. Cuando terminé asintió, se mesó el bigote y tardo un buen rato antes de responder.
¿A qué potencia colocas el sensibilizador cuando combates?
El sensibilizador. En los primeros modelos de mekas la relación entre el piloto y el robot se reducía a una alerta de proximidad y a un interfaz que señalaba las partes de su cuerpo que estaban siendo dañadas. En los primeros combates se comprobó que era un sistema insuficiente porque el tiempo de respuesta a un ataque era demasiado largo. El piloto tenía que procesar la información que recibía visualmente a través del interfaz y después responder con una maniobra defensiva. Por eso se desarrolló el sensibilizador, un sistema que conecta el sistema nervioso del piloto al fuselaje del meka y que le hace sentir el cuerpo robótico como si fuera el suyo propio. El piloto siente dolor en la misma zona en la que el meka es agredido y eso genera movimientos defensivos reflejos y por tanto muy rápidos. El sensibilizador puede colocarse a diferentes niveles de intensidad. A mayor potencia, más agudo es el estímulo
No lo sé, supongo que la adecuada, respondí.
Koji, tienes que entender que cada vez que usas el sensibilizador este descarga en tu cerebro una corriente de estímulos de la que no eres consciente por completo como por ejemplo no eres consciente del tacto del aire en tu piel ni de la posición de tu cuerpo en todo momento. En realidad es como si estuvieras viviendo en dos cuerpos. Cuanto mayor potencia más información descargas, y cuanto más descargas mayor es el espectro de estímulos a los que te vas haciendo inmune. Aunque el sensibilizador vaya perdiendo su efecto esos estímulos están ahí, electrificando tu cerebro mientras lo usas. No me sorprendería que la exposición a esas corrientes y toda esa actividad neuronal inducida generen en ti percepciones alteradas, espejismos, sueños, imágenes. Por favor, tienes que usar el sensibilizador a menor potencia. O tomar un descanso. Deberíamos considerarlo y meditarlo. Unas vacaciones podrían sentarte muy bien. ¿Qué te parece?
Me levanté.
Doctor, estoy bien, no se preocupe, controlo el sensibilizador. Y los sueños… son solo sueños.
Me fui de su despacho sin darle tiempo a responder. Comprendí que en realidad no importaba, no debía tener ningún miedo. Era intocable, era una estrella planetaria. No había nadie más como yo, no se atreverían a reemplazarme. Además, ¿qué harían si no con todo el merchandising?

Subo la potencia del sensibilizador. Un cosquilleo recorre mi espina dorsal de arriba a abajo. Me arqueo en el asiento, cierro los ojos. Veo a la niña una vez más. Apenas puedo distinguir ya su cara. El meka del Barón reacciona por fin. Chapotea, se incorpora, se apoya sobre una rodilla y se levanta. Cruza sus guadañas sobre el pecho y estas van tornándose de un rojo incandescente. Tiene un truco guardado pero no me impresiona. Jugaré un poco más con él. Le daré ventaja. Le dejaré que dé el siguiente golpe.

Santi Pagés | 29 de agosto de 2010

Comentarios

  1. gatopeich
    2010-08-29 14:38

    Bravo, maestro!

  2. Mazoyk
    2010-08-31 16:21

    Uf! Ha vuelto a superarse. Mekas y existencialismo, ¡qué gran combinado!

  3. Marcos
    2010-08-31 16:55

    Es inmenso, Santi, pero me irrita: me irrita porque hay tantos cuentos condensados en uno que quisiera verlos por separado; tanto lo del personaje siempre presente en el sueño como la faceta de superhéroe dan para una o varias novelas.

    Saludos

  4. Santi Pages
    2010-08-31 19:38

    Muchas gracias por los parabienes.

    Marcos, entiendo lo que dices, pero no descartes que vuelva de alguna manera sobre esta historia. De hecho ya lo estoy haciendo poco a poco con algunos otros relatos que van entrelazandose y con personajes que asoman varias veces.

  5. Celia
    2010-12-17 14:57

    Buenísimo! Enhorabuena, Santi!

    Saludos


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