Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Nos ha dejado solos pero a veces rayos de luz bendicen los rincones de nuestros cuartos (Parte 2 de 2)

2.

El móvil sonó cuando estaba parado en un semáforo. Pasé la llamada al manos libres.

Diga Alemany.

Buenas tardes inspector, ¿le molesto?

Estoy de camino al instituto forense. Cuénteme. Deme buenas noticias.

Lo siento, señor, pero los chicos han revisado el tejado del edificio de enfrente y no han encontrado nada. Ni casquillos, ni restos, ni marcas. Nada. Por si acaso la chica se equivocó en su declaración, hemos registrado también las viviendas del último piso. Tampoco hemos encontrado nada.

En realidad nada de lo que Alemany me estaba diciendo me pillaba de sorpresa.

No importa, le respondí. La novia del chico dijo que lo vio muy arriba. Sería el reflejo del sol en alguna antena. ¿Sabe si Balguera se encarga del caso?

Sí. El tampoco se ha ido de vacaciones.

Bien. Haga que me manden el dossier completo a comisaría cuanto antes. Quiero tenerlo sobre mi mesa cuando vuelva.

Allí lo tendrá sin falta. Buenas tardes, señor.

Adiós Alemany.

Aunque podría haber esperado a leer el informe de Balguera, preferí escuchar su opinión en directo. De paso le preguntaría sobre el caso del tipo que se había convertido en polvo .Tal vez él pudiera darme una explicación más satisfactoria que las que había escuchado hasta el momento. Es decir, ninguna.

Llevaba unos cuantos años sin pisar el forense. Ya no recordaba el olor a productos químicos, ni las superficies de metal relucientes, demasiado limpias, como cuando alguien se empeña en borrar pruebas. Por el intercomunicador de recepción Balguera me pidió que esperara fuera. Yo tampoco tenía demasiado interés por entrar en la morgue y contemplar el cuerpo recosido del chaval. Con ver sus piernas cubiertas por una sábana desde la antesala tenía más que suficiente. El viejo doctor tardó veinte minutos en aparecer por la puerta. Llevaba una carpeta de cartulina en la mano.

Podías tener alguna revista para entretener al personal mientras espera.

Aquí ya estamos todos muy entretenidos, Griso. Qué tal, hombre, dijo tendiéndome la mano, cómo estás, que ya no dices ni hola. Dichosos los ojos que te ven.

Bien, sí, hace tiempo. Qué me cuentas del chaval.

Balguera se quedó parado unos segundos. Supongo que estaba deseando hablar con alguien, no tenía demasiadas oportunidades allá dentro, pero a mi charlar no me apetecía lo más mínimo. Reaccionó y se colocó las gafas que llevaba colgando del cuello. Vi las arrugas alrededor de su ojos, las bolsas a los lados de su boca, su papada. Di gracias por haber envejecido mejor que él.

No hay mucho que decir, Griso. El chico tiene un agujero en el cráneo de unos tres centímetros de diámetro, con entrada por el lóbulo frontal y trayectoria descendente en un ángulo muy acusado. La perforación no ha sido causada por ningún proyectil o al menos por ninguno que hayamos podido recuperar. Tampoco hay rastros que sugieran que, de existir, este se haya descompuesto.

¿Ningún proyectil? ¿Estás seguro?

Espera, no me interrumpas, déjame que siga. Dónde estaba, sí, aquí. La causa de la perforación es desconocida pero dada la cauterización extrema de los tejidos en el interior… de hecho, Balguera se interrumpió a sí mismo, es alucinante Griso, la masa ósea en las paredes del boquete es pura ceniza. Cuando la tocas se convierte en polvo. Y tendrías ver el hipotálamo. Está carbónizado.

Perdona que no comparta tu entusiasmo forense. Continúa.

Dada la cauterización extrema de los tejidos en el interior, la herida fue probablemente causada por la aplicación muy localizada, y muy intensa, de una cantidad, indeterminada de calor.

Calor, un reflejo.

Pero qué me estás diciendo Balguera, ¿que lo mató un rayo divino?

Bueno, es una explicación no peor que cualquier otra. Igual hizo algo malo y Dios le castigó por sus pecados, dijo riendo.

No me jodas. Tiene que haber una explicación mejor. ¡Tiene que haberla!

Pues si la hay, yo no la tengo. Griso. Llevo ya más de treinta años rajando cuerpos, como decís vosotros. Me voy a jubilar después del verano. He visto mucho, mucho, en serio. Carnicerías autenticas, ajustes de cuentas, cuerpos con los que se han ensañado de mil formas, ultrajados, mutilados, despedazados, hechos pulpa. Cuando el accidente del 83 tuve que identificar a personas de las que el resto más grande recuperado era un dedo meñique. He abierto niños, mujeres embarazadas, enfermos terminales, podridos por dentro, de todo. Pero esto es distinto. No es terrible. Es limpio. Es inexplicable. Al contrario que en todos esos casos, no puedo decirte qué mató a este infeliz. No había visto nunca nada igual. Hasta hace unas semanas, claro.

¿Lo dices por el tipo hecho polvo? ¿Qué me puedes contar sobre él?

Cuéntamelo tú. No había mucho que pudiéramos analizar. Aquí solo nos llegó una bolsa negra con polvo. Lo tuvimos que mandar al laboratorio directamente. Las pruebas del espectrógrafo solo decían “material orgánico”. Muy informativo como ves.

Yo tampoco puedo decirte mucho. Nos llamaron diciendo que había muerto alguien en un supermercado pero que no era causa natural. Muy raro. Deberías haber visto la cara de los clientes. Una mujer había visto al desgraciado pidiendo ayuda. No dejaba de repetir “sus piernas, sus piernas” y que le había visto en el suelo cortado por la mitad. Yo pensaba que estaba delirando. No pudimos sacarle mucho más porque la pobre estaba en estado de shock. Después me dicen que el cadáver está al fondo, en la sección de congelados. Pero cuando llego allí no hay ningún cuerpo. Solo un montón de polvo. Un polvo grisáceo, muy fino, de ese que no te puedes limpiar. La única prueba de que ahí había habido una persona eran las ropas que estaban tiradas por el suelo y rellenas de más polvo aún. Eso y que la silueta que esa mierda gris dibujaba en el suelo recordaba vagamente a un torso y unos brazos extendidos. No veas que espectáculo cuando el juez llegó. Mas que levantar el cadáver tuvimos que barrerlo. Balguera, tiene que haber una explicación para todo esto. Tengo que encontrarla. No me importa siquiera saber quién les mató, o siquiera si les mató alguien. Solo quiero saber qué coño pasó.

Mira. Que no seamos capaces de encontrar una explicación a estas muertes no significa que no exista. Solo significa que no podemos verla, tal vez porque no tenemos los medios o porque no sabemos lo suficiente. Por ejemplo, si las pruebas de ADN hubieran existido en el 57 el “Canibal de Malasaña”, aquel loco que mataba coristas y después se las comía, podría haber sido detenido mucho antes y a saber cuántas vidas se habrían salvado. No es culpa nuestra, Griso. Hacemos lo que podemos.

No me sirve, Balguera, dije mientras tomaba la carpeta de sus manos. Esto es más importante de lo que crees. No puede quedarse así. Tengo que saber qué ha pasado. Nos vemos.

Adiós. Oye, y a ver si nos tomamos algo y hablamos con calma algún día de estos.

Claro. Adiós.

Volví al coche. Ya estaba empezando a oscurecer. El cielo comenzaba a anaranjarse y podían verse las primeras luces en los edificios de la parte baja. El calor del día remitía y la ciudad parecía respirar por fin aliviada. Las persianas se abrían. Dejé el informe de Balguera en el asiento del copiloto. Solté un bufido. Estaba enfadado. Sus consuelos no me servían, no. Él no entendía. Pero claro, él no conocía la existencia del tercer caso.

3.

Bajé por el Paralelo. Apenas había tráfico. Aquella noche la selección jugaba partido. Giré a la izquierda en la esquina del Café Retiro sin importarme los cuatro tipos que cruzaban sin mirar la calle. Dejé el coche en el parking de la comisaría. Subí. Todo estaba muy tranquilo. En uno de los cubículos, una guiri madurita y entrada en carnes a la que seguramente le habían robado el bolso trataba de hacerse entender con un compañero sin demasiado éxito. Pasé a mi oficina sin responder a los saludos. Colgué la chaqueta en la percha. El dossier no estaba sobre mi mesa. Llamaron a la puerta. Era Marta.

Aquí tiene el informe del caso del puerto, dijo cerrando tras de sí. Alemany quería ver el partido así que le he dicho que se fuera con los compañeros, que ya me encargaba yo de hacértelo llegar. Ah, me pidió que te dijera que mires la fotografía diecisiete.

Gracias.

Cogí el dossier y me senté detrás de mi mesa. Lo abrí. Mientras buscaba el sobre con las fotografías noté que Marta se había quedado de pie, mirándome.

¿Te veré esta noche?

Levanté la vista y me fijé en ella. La coleta no hacía justicia a sus facciones. En cambio el uniforme no conseguía disimular el tamaño de sus tetas. La comidilla de los compañeros. Cuando follábamos, a veces obligaba a Marta a que se dejara la chaqueta del uniforme puesta.

No creo, estoy muy ocupado.

Anda, solo una copa. No nos vemos desde hace tres semanas. Te echo de menos.

Están siendo unos días muy complicados.

Eso dices siempre, dijo enfadándose. Me estás evitando, ¿verdad? ¿Por qué no me lo dices a las claras?

¡Quieres hacer el favor de dejarme en paz! ¿Crees que solo puedo estar pendiente de ti? ¿Es que no ves que tengo otras cosas que hacer? ¡Puta egocéntrica!

Sin decir nada, Marta se dio media vuelta y salió de mi despacho dando un portazo que levanto mis papeles. Al menos se había ido. Me estaba resultando insoportable. Llevaba días acosándome con sus lamentos. Estaba harto. Abrí el sobre de las fotografías. Encontré la etiquetada con el número diecisiete. Al principio no sabía muy bien cómo orientarla. Era una foto del dintel de la puerta del bar. Había una muesca en el borde, una incisión perpendicular de unos diez centímetros de largo, calculé. Madera quemada. Negra. Lo que sea que había alcanzado al chico, había dejado su marca allí. Necesitaba pensar. Necesitaba un garbeo.

Salí. Caminé sin un rumbo claro. Un chico con el cerebro achicharrado por un rayo divino. Un tipo reducido a polvo en el pasillo de un supermercado. Y luego estaba el caso del suicidio del doble. Había sucedido un par de meses atrás. Balguera no había oído hablar de él porque nadie le había dado demasiada importancia. A primera vista parecía simplemente la historia de un hombre con un brote psicótico que un buen día sale al balcón de su casa dando voces y que se corta el cuello con un cuchillo de cocina delante de los peatones que tienen la mala fortuna de pasar por allí en ese momento. Desagradable, pero no fuera de lo imaginable. No muchos prestaron atención a los testigos que aseguraban que el pobre diablo antes de rajarse gritaba desesperado que alguien le iba a asesinar. Tampoco nadie se tomó muy en serio a la familia. La esposa declaró que su marido llevaba unas semanas bastante cambiado, en estado paranoico, diciendo que tenía un doble, que alguien físicamente idéntico le estaba acosando, haciéndole la vida imposible, y que iba terminar matándole. Cuando se comprobó que el desgraciado no tenía ningún hermano gemelo el caso se archivó con la convicción de que el tipo estaba como un cencerro. Pero yo insistí. Un tipo de lo más normal, con una familia que le aodraba, sin problemas económicos, me olió muy raro. Miré, investigué, perseguí a sus compañeros y a sus amigos, hasta que concluí que, en efecto, debía existir un hombre con su misma apariencia. En total, tres casos inexplicables, tan seguidos. Demasiada casualidad. Algo estaba sucediendo.

Pasé por delante de las obras del hotel de lujo. Un nuevo intento del ayuntamiento por adecentar la zona. El cartel mostraba cómo iba a quedar el edificio una vez estuviera terminado. Enorme, cilíndrico, un monstruo violeta varado en medio de los edificios cochambrosos, visible desde cualquier parte del barrio. Los bárbaros no tardarían en asediarlo, trapicheando en su misma puerta, desvalijando a los turistas en cuanto torcieran la primera esquina. Un sinsentido. Putos políticos. Entré en la Calle Hospital. Bullía. El Bar Mediterráneo estaba lleno de moros sudorosos, vestidos con camisetas de fútbol, mirando la tele colocada en lo alto de un rincón. En ese momento nos debieron de marcar un gol porque todos ellos lo celebraron, saltando como monos locos. Salían del bar bramando, agitando sus brazos, abrazándose los unos a los otros. Aquello era Morolandia. Aquello era el puto Tánger. Necesitaba encontrar un bar tranquilo, un bar sin televisión. Me metí por calles más estrechas. Buscaba el Iberia.

4.

Ponme un Ballantine’s con limón.

El Iberia era un bar oscuro, únicamente iluminado por las lamparitas que colgaban a poca altura sobre la barra. Las paredes pardas no tenían decoración alguna. La única ventana que daba a la calle era un rectángulo tan pequeño que el bar estaba en penumbra a todas horas. Además, el cristal era de espejo, lo que permitía mirar afuera sin ser visto. Un lugar perfecto para policías, en el que no tenías que esforzarte para no parecerlo, en el que el camarero no se molestaba en recordar tu nombre y en el que nadie se interesaba por conocerte ni te daba conversación aunque quisieras. El Iberia no era el tipo de sitio en el que quedas con alguien para contarle tus problemas. Al fondo, subiendo tres escalones, había un reservado con algunas mesitas bajas y sillones de escai negro, menos iluminado incluso que la entrada. A veces me metía allí con Marta. Como he dicho, el Iberia no era el tipo de bar en el que quedas para hablar.

Quería concentrarme en poner todas las piezas juntas. Encontrar algún detalle que se me hubiera ido, un precedente que se me hubiera olvidado, no sé, algo a lo que aferrarme. Pero era imposible. De primeras, las víctimas no tenían ninguna relación entre sí. Ni siquiera yo tenía la certeza de que les relacionara algo más que lo inexplicable de sus muertes. Ni siquiera tenía una hipótesis de trabajo a la que darle vuelta y más vueltas. Solo imágenes, que volvían una y otra vez como una película en sesión continua. Las marcas de sangre sobre la acera, el montón de polvo en el supermercado, el boquete en la frente del chico. Y vuelta a empezar. Le di un sorbo muy largo al cubata, casi me bebí la mitad. Quería emboracharme. Tal vez Balguera tuviera razón. Tal vez fuera imposible averiguar nada más de momento. Tal vez tendría que morir más gente antes de que pudiéramos encontrar un patrón.

Se abrió la puerta del bar. Entró un viejo mendigo. Me lo había encontrado varias veces por el barrio, pidiendo en la calle a los grupos de guiris, que solían reírse o apartarse de él con la excusa de no entenderle, o entrando en los bares de modernos de los que terminaban echándole por lo general con buenos modos. Siempre que lo había visto llevaba una bolsa blanca arrugada con papeles debajo del brazo. Y siempre la misma ropa. Una americana gruesa y pantalones marrones de invierno. Se fue acercando a los dos o tres parroquianos que había en el Iberia a aquella hora. Todos le negaban con la mano. Se acercó hasta mí.

Perdona, ¿tienes un cigarrillo?

Claro, abuelo. Es negro, ¿eh?

Es el que me gusta, hijo, muchas gracias.

Le ofrecí la cajetilla. Tomó un Ducados. Tenía amarillas las yemas de los dedos. Su chaqueta estaba sucia. Apestaba a sudor y mugre. Resultaba difícil respirar a su lado. Le ofrecí el mechero. Lo intentó encender. Le temblaban las manos.

Esos cabrones…

¿Quién?

Ellos, ellos, los que me vienen siguiendo.

¿Te vienen siguiendo, abuelo?, le pregunté sonriendo.

Sí, sí, saben que lo sé. Antes no me prestaban atención, no sabían que yo les había visto, pensaban que no me enteraba. Pero yo me voy fijando siempre. He visto lo que hacen.

¿Y qué hacen?

El viejo tosió y se tapó con el puño. Las manos le seguían temblando. Su tos grave reverberó en el local. Aspiró aire por la boca.

Cosas raras, cosas raras por todas partes. Es su plan, ¿sabes?

Me quedé petrificado.

¿Qué tipo de cosas raras?

Cosas fantásticas, de no creérselas, dijo el viejo en voz baja, cosas de las de curas de antes, como lo de los panes y los peces o lo de los ángeles y los demonios, toda esa mandanga, ya me entiendes. Ahora las hacen ellos. Verás, hacen cosas que parecen imposibles y las dejan ahí para que las veamos. Ellos pueden hacerlas porque tienen máquinas modernas y todo el dinero que existe. Es una cosa mundial, no te creas, lo han decidido los gobiernos en secreto, para controlarnos, pero la gente no quiere enterarse, ven las noticias, se asustan como borregos y luego se meten en su casa a ver el fútbol. Mientras tanto, ellos siguen con el plan. Yo les he visto ir de aquí y allá con sus coches negros, les he escuchado contarse cosas porque como creían que no me enteraba no se callaban delante de mí. Pero yo sí me enteraba, claro que me enteraba. Ahora lo saben y por eso me persiguen.

Cosas imposibles. Aquello no podía ser. Pero, ¿y si fuera?

Abuelo, ¿están ahí fuera?

Sí, sí, por eso me he metido aquí. En un rato se irán, no te preocupes.

Vamos a verlo.

¡No! ¡No salgas! ¡Es peligroso! ¡Oye!

Estaba decidido. Dejé al viejo atrás, gritándome para que no saliera. Abrí la puerta, salí a la calle y miré por todas partes. En las aceras no había nadie, en las ventanas solo había ropa colgada. El callejón estaba tan muerto como si le hubieran metido un tiro en la cabeza. Pero al fondo, en la esquina, ví a dos tipos de pie. Me vieron. Me quedé mirándoles. Ellos tampoco dejaron de mirarme. ¡Eh, vosotros!, les grité. Fui hacia ellos andando cada vez más rápido, después corriendo. Eché mano a la pistola. Cuando estaba a unos veinte metros se dijeron algo entre ellos y echaron a correr. Aceleré. Llegué a la esquina. No vi a nadie.

En ese momento sonó el móvil. Un mensaje nuevo. De Marta. Decía “eres un gilipollas”.

(Santi Pagés se despide hasta el sábado 8 de Mayo, en el que comenzará una nueva temporada de Pura Coincidencia. Aquí, en Libro de Notas, su canal favorito. Permanezcan en sintonía.)

Santi Pagés | 03 de abril de 2010

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