Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Regreso al barrio lejano

Me encuentro con ellos cuando “ellos” es un término recién fundado. F lo ha organizado porque quiere presentarme a P, que la evalúe como es preciso y necesario, y esa es una señal de que ella y yo le importamos lo suficiente como para mezclarnos. Se sientan juntos, un al lado del otro, enfrente de mí, y conversamos pausadamente sobre literatura y zombis, vivos y muertos, mientras circulan las bebidas, mientras el sueño se nos enseñorea, mezcla del frío, el alcohol y la calefacción a tope. F y P de vez en cuando se rozan imperceptiblemente, los muslos, las manos, y después se piden disculpas mutuas con una mirada brevísima, con la inseguridad de quien lo puede todo en privado y no se atreve a repetirlo en público porque ese mínimo roce ha despertado el ansia recién vencida, el ansia de quererlo todo, todo todo el tiempo, sobre esta mesa si es preciso. El ansia del principio. Ese ansia. Yo también disimulo. Sonrío lo que puedo, lo que la etiqueta me permite, porque no quiero que malinterpreten mi perenne fascinación con esa carnalidad que emanan ni que descubran este juego mío de adivinar sus ritos. Qué inofensivas les deben resultar las palabras, qué inertes, comparadas con las imágenes que han ido acumulando juntos en su historial reciente a golpe de meteorito.

Ana me llama para vernos y mientras la reunión se disuelve por sí sola, salgo a la plaza hace poco arrasada por el cemento. El pequeño parque de antes no le resultaba a La Autoridad suficientemente aséptico. Por teléfono la voz de Ana regresa contradictoria, mezcla de tonos funcionales y severos, de dulzuras andaluzas e italianas. Me da un lugar y una hora, y cuando cuelgo me despido de P y F que ya han salido del bar y marchan a continuar fraguándose. Llego al restaurante en el que me ha citado y me apuntalo en un extremo de la barra. Grupos de modernos y birlibirloques se concentran alrededor de unos pinchos servidos en platos de pizarra. Por lo demás, todo es madera y todo es humo. Ana no tarda, viene de su clase de flamenco, y enseguida encarrilamos la charla protocolaria sobre el aquí y el ahora. Hace mucho que no nos vemos, Santi, ha pasado mucha agua bajo el puente. Ella está asustada porque a su edad se ve simultáneamente en el mercado del amor y del trabajo. El tiempo y el mercado. Estar así, por supuesto, no entraba en sus planes. La conversación transcurre soleada aunque se ensombrece a intervalos. Ana no puede evitar sacar a flote la herrumbre, sus barcos viejos y oxidados. Le cito a Ana Karenina para reafirmarla. Uno puede ser feliz sin ser igual a todas esas familias, le digo. Pero no acabo de ensamblar muy bien la analogía y queda pendiente sobre el mármol su ansiedad y su chatarra. Los riesgos de ser diferente le son demasiado insoportables.

Habla tú, chico, que hoy solo hablo yo.

No te preocupes, Ana. Ya hablaré. Sigue.

Seguramente la convención social dicta que el juego de esta noche consiste en evaluarnos mutuamente. Como posibilidad. Como opción. Como quiénsabe. Pero yo prefiero admirarla mientras me cuenta cómo enseñó a leer a las señoras de su pueblito. El trascurrir del tiempo le ha colocado una máscara de pliegues. Hasta parece haber encogido. Su cuerpo es mucho menos pletórico que antes. Pero para mí sigue siendo la chica que me abrazó aquella noche, más de diez años atrás, en el rincón de una fiesta, en la terraza de un ático, mientras mirábamos pasmados las luces proyectadas desde Montjuich sobre el cielo anaranjado de Barcelona.

Ana se marcha a dormir porque es una buena chica de las de siempre y se escabulle en un taxi que se marcha ululando ronda abajo. Aún es temprano. Llamo a Sánchez, pero no responde. Llamo a A y PT, que viven cerca. Me dicen que prefieren pasear, mostrarme el nuevo parque que la megalomanía ha construido a lo largo del río. El granito reluciente, los matojos deshilachados, los árboles escuálidos como monigotes de alambre. Aún podré salvar, modestamente, la noche. Les alcanzo a eso de la una. El rumor rural de la corriente es lo único que se escucha en este páramo a estrenar. El río es en realidad un reguerillo, que llega hasta Madrid como si alguien hubiera enjuagado la sierra como los porteros enjuagan a cubos las aceras. Conversamos sentados en el pretil del puente. A y PT están abrazados. Se comparten desde hace ya bastante. Se abrazan con un nerviosismo contenido, con el nerviosismo de quien cree que todo saldrá bien por un momento para después verlo irremediablemente perdido y de ahí vuelta al optimismo. La Crisis les está jodiendo. Mucho. Y ese hilo de fatalidad les enmudece. Hablamos de cómo es vivir en el extranjero, de las oportunidades, de la soledad, de las nostalgias, mientras el relente nos escarcha y nos helamos demasiado como para reconocernos a nosotros mismos. Qué frio, ¿eh? Ella se aparta. Resignado, él, la deja liberarse. Nos despedimos. Meto las manos en los bolsillos del abrigo y enfilo mis pasos de vuelta al hogar de préstamo. No hay estrellas sobre mí, como debiera, solo un camino aquí abajo. Arriba oscuro. El ritmo insistente de mis pasos me secuestra y me hace mirarme de fuera. Y veo que la discontinuidad ha prescrito, que la singularidad ha terminado. La soledad ha vuelto. Todo ha regresado a donde estaba.

Santi Pagés | 06 de marzo de 2010

Comentarios

  1. gatopeich
    2010-03-15 19:42

    Grandes relatos, uno por uno, es lo que nos regalas. Gracias, Santi!

  2. Santi Pages
    2010-03-16 01:28

    Muchas gracias, gato!


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