Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Un recuerdo

Cuando despertó, el Doctor Penrose se mostró claramente confuso. Era comprensible. Aquel taller con las paredes cubiertas de lona azul no se parecía en nada a su cómoda y acolchada consulta. Como era un hombre inteligente, el doctor comprendió de inmediato que su pérdida de consciencia y su viaje de una a otra estancia estaban relacionados con el café molido que yo le había regalado durante mi última visita como gesto de buena voluntad, ese café que luego él mismo se encargó de servirnos mientras conversábamos y que yo no bebí.
Sus ojos no tardaron en acostumbrarse al resplandor de la lámpara que colgaba sobre él y por fin me vio sentado en el rincón. Intentó moverse. No pudo.
¿Dónde estoy? ¿Por qué me ha atado? Y a continuación pronunció mi nombre un par de veces.
Odio cuando los psiquiatras te llaman por tu nombre para intentar darte confianza, para tranquilizarte. Como si fueran vendedores.
Por favor, suélteme, hablemos civilizadamente.
Por cierto, también odio su condescendencia.
Deje de hablar, doctor, no le va a servir de nada. A mi no podrá convencerme.
Por favor. No hay ninguna necesidad de esto. Creía que ya lo habíamos aclarado todo en el juicio. Le juro que hicimos todo lo que pudimos.
Cállese.
Apagué el cigarrillo contra el suelo de cemento apretándolo hasta mancharme los dedos de negro. Me levanté, tomé la caja de herramientas y me acerqué al ancho banco de carpintero en el que había tumbado a Penrose. Dejé la caja sin demasiado cuidado cerca de su cabeza. Se giró a mirarla. Al verla, abierta y repleta, palideció.
¿Qué va a hacer con eso?
Dígamelo usted. Como analista no tiene precio. Bueno, sí, un par de cientos la hora, ¿no?
La violencia no va a resolver nada. Su mujer está más allá de cualquier terapia. Nadie puede ayudarla ya. Debería dedicarse a cuidarla.
Odio cuando la gente me da consejos sin que se los pidan.
Agarré el martillo y le golpeé torpemente en la sien con él. Quería que se callara. No podía soportar más oír su voz. Penrose dio un gritó corto, sorprendido. Su oreja comenzó a sangrar. Mucho. Estaba yendo demasiado rápido, demasiado sencillo. Pero me había gustado.
Lo he pensado mejor. Haga lo que quiera. Hable. Ya le he dicho que no le servirá de nada. No soy como mi mujer.
¡Hablar! ¡Pero qué hay de malo en eso! Suélteme, se lo pido. Aún no ha ocurrido nada, todavía está a tiempo de recapacitar. Le juró que no le denunciaré. Lo hablaremos con calma. Está usted sometido a mucha presión, creame, le comprendo.
No, no lo comprende. Usted me ha dejado casi viudo, hijo de puta.
Rebusqué sonoramente en la caja. Quería asustarle aún más. Saqué un destornillador de estrella. Golpeé su mano varias veces contra el banco hasta que la abrió. Sin dejar que volviera a cerrarla le sujeté con fuerza la muñeca y le clavé el destornillador. Aulló de dolor. Abrió los ojos tanto que sus parpados desaparecieron por completo. Gritaba y gritaba sin apartar la vista del mango amarillo que ahora sobresalía de su palma.
Grite cuanto quiera. No soy imbécil. Nadie puede escucharle.
Penrose se sacudió intentando liberarse de las cadenas. Con sus movimientos el plástico semirrigido con el que yo había cubierto la mesa se arrugó bajo su cuerpo haciendo el mismo sonido que hace el papel de periódico viejo al rebujarse. Siguió un poco más hasta que se cansó. Jadeaba.
Pare, por favor. Yo solo intentaba ayudar a su mujer con mi terapia. ¿No recuerda lo mal que estaba? ¿Lo imposible que era vivir con ella? ¿No recuerda el infierno de volver cada día a casa sin saber si habría vuelto a mutilarse, a vaciar un vote de pastillas, si le volvería a intentar abrasar con agua hirviendo? ¿No lo recuerda? Había que estabilizarla, hacerla hablar. ¡Conseguí que hablara, por el amor de Dios! Pero usted es como ellos, como esos académicos, tampoco entiende nada y prefiere culparme a mí. No sabe lo importante que es para la curación de un paciente sacar todos sus traumas, expresar los terrores, explicarlos, verbalizarlos. ¿Por qué cree que contamos chistes de muertos o cuentos de miedo? ¡Las neurosis son historias sin narrar!
Con furia subí a la mesa y me senté a horcajadas sobre su pecho. ¡Dé-je-me-de-teorías!, le grité mientras le daba puñetazos en la cara, olvidando el dolor en mis nudillos, hasta que me aseguré de haberle roto la nariz. Después busqué la cuchara. Una de sopa. Barata. Pura chatarra. Penrose la vio y enseguida adivinó lo que iba a hacer con ella. Comienza a decir, no, no, no, no hasta que le agarré del pelo y acerqué mi cara a la suya, a apenas dos centímetros. Quería empaparle con mi saliva.
¿No cree, doctor, que si la mente usa el inconsciente como estercolero, será por algo, para que la mierda no salga de ahí?
Apreté el borde de la cuchara contra su lagrimal. Penrose dio un alarido que creí le iba a romper la garganta. Su ojo entreabierto empezó a teñirse de rojo. Sentí una nausea. Me detuve.
¡Hijo de puta! ¡Déjeme en paz! ¡Pare¡
Me dio asco. Tire la cuchara y me bajé de la mesa. En realidad apenas había empezado. Saqué el taladro. Se lo mostré. No quería que perdiera detalle. La sangre se le derrama sobre la boca y le dibujaba una mueca pavorosa, casi burlona. Intenté calmarme pensando que tenía el control y que solo yo sabía cómo terminaría todo aquello. Mientras enchufaba el taladro Penrose volvió a gritar que no lo hiciera y recordé la noche en la que me despertaron los gritos de Esther. La noche en que la encontré agitándose de dolor, tirada en el suelo de la cocina agarrándose el vientre entre espasmos. La noche en que calentó lejía en la tetera. Tomé una broca del 9 y medio. Para metal. Punta triangular.
Penrose trata de calmarse y me habla de nuevo. En otras circunstancias su voz nasal me resultaría divertida.
¿Usted ha oído hablar de los abducidos? Esas personas que aseguran haber sido secuestradas por extraterrestres. Tengo varios pacientes de esos. Sufren secuelas psicológicas terribles. Habrá oído decir que les hipnotizan. Pero seguro que no sabe que lo que cuentan bajo hipnosis es una sarta de estupideces sin sentido. Extraterrestres comportándose como personas, decorados de películas baratas, imagine. ¿Y ha oído hablar de los implantes? Esas piezas que supuestamente les colocan en los senos nasales o en la nuca para etiquetarlos como si fueran animales y saber dónde están. Seguro que tampoco sabe que los implantes que se han recuperado son unas masas retorcidas de una materia gris y oscura desconocida pero que no tienen ni circuitos ni chips, ni emiten señales ni ondas ni nada. No son más que excreciones, pura mierda. ¿Sabe de dónde han salido? Son como piedras en el riñón de una civilización asustada y traumatizada, la nuestra.
Siga, siga hablando, doctor, le escucho, respondo mientras introduzco la broca en el cabezal y la aprieto con la llave.
¡No haga eso, no lo haga!
Pruebo el taladro. Suena como una sirena aguda. Perfecto. No escucho los gritos de Penrose mientras la broca penetra en su tobillo izquierdo. Sus convulsiones llegan a sacudir la pesada mesa de madera. Paro.
¿Qué tal? ¿Qué te parece mi terapia?
Desgraciado, hijo de puta, juró que te arrepentirás.
No creo.
Le perforo la rodilla derecha. Como no le he encadenado demasiado bien al banco, su pierna se agita con rapidez y la perforación termina siendo amplia, un agujero oscuro del que brota poca sangre a intervalos regulares. La piel en el borde de la herida está rota como cera seca. Noto otra arcada. Me retiro. Me seco el sudor de la frente con el antebrazo. Respiro hondo. Penrose gime quedamente. La cabeza me pulsa, comienza a dolerme intensamente, en oleadas. Escucho un leve goteo. Me vuelvo hacia Penrose. Sus calzoncillos están húmedos. En el plástico entre sus piernas se ha acumulado un charco anaranjado que ahora rebosa, se escurre entre los pliegues y se vacía lentamente bajo el banco.
Tus gritos no me asustan, Penrose. No son nada comparados con los de mi mujer cada noche que volvía de una de tus sesiones. Gritaba sin parar. Horas enteras. Hasta que se quedaba ronca. La única solución era taparle la boca con cinta americana. Cada noche que venía de verte. ¿Lo entiendes, Penrose? Cada noche.
El doctor respira sonoramente. Su respiración le hinchaba y le vaciaba el pecho tanto que parecía dos hombres distintos.
Todos esos gritos, me dice en susurros, las pesadillas, las figuras, esas horribles imágenes que tu mujer, que tu, que todos vemos al dormir, alguien como tu no puede creerlo, de hecho casi nadie puede, pero esas son memorias atávicas, recuerdos de la especie, restos de tiempos que no hemos vivido pero que sí vivieron nuestros antepasados, los que dormían en las cuevas siempre con la angustia de ser devorados por criaturas que les acechaban en la oscuridad que no iluminaba el fuego de la hoguera. En aquellos tiempos no estábamos solos, esta tierra no era solo nuestra. ¿Has oído hablar de los dioses oscuros alguna vez? Pues fueron reales. Reales y horribles. Encontrarse con ellos te condenaba a la locura o a la muerte. En algún momento se marcharon, desaparecieron, no se sabe porqué, pero nos dejaron su recuerdo, que se ha transmitido en forma de trauma, de psicopatía, de neurosis, de generación en generación. Solo entendiendo eso, ¡hablándolo! podremos liberarnos de ellos.
Agarro los alicates de la caja. Los paso por delante de sus ojos.
Mírame, Penrose. Da igual lo que pasara hace miles de años. Esto es lo que va a pasar ahora.
Haz lo que quieras. Ya me da igual.
Le tapo la nariz, que es ahora puro pingajo cartilaginoso. Le duele, intenta no gritar porque sabe lo que le espera pero cuando unos segundos después, ya con la cara roja e hinchada, Penrose no tiene más remedio que tomar aire por la boca, agarro uno de sus dientes frontales y tiro. Después otro. Y otro. Tal vez dos o tres más. Con el forcejeo le lacero el paladar y la lengua varias veces. La sangre brota a borbotones de su boca. Masas blancas se quedan prendidas en su barba. Una oleada de aire nauseabundo me alcanza, toso, me aparto. Los alicates caen al suelo, yo también. Vomito. Cuando termino me siento apoyando la espalda contra la pata cuadrada del banco. Me limpio la boca con la manga. Escucho a Penrose respirar, asfixiándose en sus propios fluidos. Tose. Se esta ahogando. Emite unos sonidos guturales, unos gorgoteos indescriptibles y monstruosos. Hasta que para.

Cuando vuelvo a casa, Esther está dormida.

Santi Pagés | 27 de febrero de 2010

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