Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Eres mejor que todas tus imágenes (Parte 2 de 2)

Se llamaba Emily aunque yo aún no lo sabía.

Me resultaba familiar. Con esfuerzo recordé haberla visto en otra fiesta, una de Halloween, quizás tú recuerdes quién la organizaba, aquella en la que misteriosamente casi nadie apareció disfrazado, vestido de bruja o de fantasma, aquella en la que terminamos todos en el salón hablando hasta que se hizo de día, tirados en los sillones sin dejar de beber. Ni siquiera llegamos a presentarnos. Recordé haberme fijado en ella, en sus gestos, en cómo abría los ojos cuando alguien contaba una broma, en cómo se reía hasta que se arrinconó en el sofá y se quedó dormida con una expresión que era la definición misma de lo adorable. Ella debía de ser la conexión de L, la razón por la que habíamos dado a parar a aquella fiesta de postadolescentes aspirantes a artistas.

Aún sacudido, sin saber muy bien qué hacer, regresé al salón, en el que ya no parecía caber nadie. La música continuaba atronadora. Divisé a T con el teléfono móvil en la mano y con la chica española de pelo corto a su lado, prácticamente colgada de su hombro, sopesando sus músculos, mientras le indicaba su número de teléfono extendiendo el índice como si casi fuera a marcarlo ella misma. Preferí no acercarme. Me di una vuelta, moviéndome con esfuerzo por entre los invitados. Al fondo, en la zona de los sillones, vi a Adam Frankenstein y a la chica dinosaurio. Por el movimiento de las manos parecía que discutían. Él trataba de convencerla de algo. Ella tenía los brazos cruzados. Apuré mi gin tonic. Regresé donde había dejado las botellas y me preparé otra bebida como pude, de pie, intentando no verter demasiado. Mientras tanto, el muchacho que iba con Emily de la mano apareció desde el segundo piso y entró en la cocina. Parecía contrariado. Subir ahora, por qué no. Di un trago más y tomé las escaleras.

La planta de arriba era la zona de los dormitorios. Un ático reconvertido, dividido en tres cuartos que debían de pertenecer a los residentes habituales. Solo uno de ellos tenía la puerta abierta. Era una habitación grande, de techo inclinado y con una cama al fondo repleta de peluches. Varios chavales se recostaban sobre ellos. En el otro extremo otros cuantos habían organizado una sesión alternativa. Me quedé en el umbral, observándoles. Un muchacho con gafas de sol puestas se encargaba del tocadiscos de colores, que parecia casi de juguete. Emily estaba de rodillas a su lado. En cuanto terminó el vinilo, ella le pidió al chico de las gafas que pinchara un tema. No escuché cuál. Él aceptó sin mucho convencimiento, como si no quisiera escucharla más. Ella le dio las gracias. El disco crepitó brevemente. Emily se levantó y comenzó a moverse con los primeros ritmos. Me costó reconocer el tema. Era Let’s take it to the stage de los Funkadelic. Emily bailaba en medio de la estancia, con los ojos cerrados y los brazos recogidos, moviendo las caderas despacio, sonriendo como una niña a la que acabaran de concederle su deseo más urgente. Un tirante del vestido se había deslizado por su hombro y permitía ver aún mejor su sujetador de color celeste, cada vez más incapaz de contener sus pechos a medida que ella iba bailando con más energía. Entreabrió sus labios pintados con un rouge intenso. Nosotros abrimos los nuestros como el público que acaba de presenciar a un mago haciendo desaparecer a un elefante. Emily había desaparecido también. Ya no estaba allí. No le importaba nada. Había creado su propio escenario, más allá de lo terrestre. Nosotros la mirábamos desvanecerse asombrados. Les miré a todos. Les vi mirándola. Y en los ojos de todos ellos vislumbré tu propia historia, la de ese tiempo previo a que nos conociéramos, ese tiempo del que apenas me contaste. Pude verte a través de los años, a través del tiempo en el que todavía eramos extraños el uno para el otro. Te imaginé en decenas de fiestas como esa. Te imaginé bailando, contoneándote feliz, disfrutando, siendo observada de ese modo, universal y feroz. Vi a Emily y te vi a ti. Vi como se te acercaron los hombres que conociste antes de mí, esos que sé que estuvieron y que apenas nombrabas. Vi cómo te hacían cumplidos, cómo se los agradecías ruborizada. Vi cómo después te invitaban a tomar algo. Cómo aceptabas.

Oh, estás aquí, te he estado buscando. He encontrado unos hielos. Toma.

L me ofreció un vaso lleno de cubitos. Agarré un puñado. Aturdido aún, un par de ellos se me escurrieron al suelo.

Esa es mi amiga. Ahora te la presento, dijo señalando a Emily. El tema de los Funkadelic había terminado y ella se estaba recolocándose el tirante del vestido. L le tocó el hombro y ella se dio la vuelta, le reconoció y exclamó su nombre con alegría. Se abrazaron. Hablaron unos segundos.

Os presento. Santi, mira, esta es Emily. Fuimos compañeros de piso.

Encantado Emily. L, cuenta, ¿qué le hiciste para que dejarais de ser compañeros?

Ambos rieron.

¡Nada!, respondió Emily. L me cuidaba mucho, era estupendo compartir piso con él. Pero encontré curro en este lado de la ciudad y me mudé para estar más cerca. Tengo que ir al baño. Luego nos vemos.

Es guapa, ¿eh?

No dije nada. Di un trago de gin tonic sin dejar de mirarle. L se rio.

Además es un encanto. Pero es un poco rara.

¿Rara? ¿En qué sentido?

No sabría decirte. Era como si estuviese en las nubes la mayor parte del tiempo. A veces decía cosas muy extrañas. Yo al menos no las entendía. Hablar con ella mucho rato era un lio llegaba un punto en que no sabías si bromeaba o estaba hablando en serio. Pero bueno, lo puedes descubrir por ti mismo. A ti te gustan así, raras, ¿no?

Anda L, no sigas radiografiándome, vamos a rellenar el vaso. A ver si las botellas están aún donde las dejé.

Bajamos a rescatarlas. Afortunadamente habían pasado inadvertidas para el tumulto. Todavía quedaba suficiente para los dos. L sacó el móvil. Le llamaban.

Mierda, mi ex novia. Perdóname, me voy fuera a hablar. Mierda.

Me quedé solo en el recibidor. Los invitados empezaban a marcharse en pequeños grupos. Se podía respirar mejor. O quizá era que ya estaba lo suficientemente borracho como para que dejara de importarme. El pestillo del baño hizo clac. Era Emily.

Hey, hola, ¿que haces aquí?

Estoy protegiendo nuestro tesoro, dije mientras me apartaba de la pared para dejarle ver las botellas. Ella se rio.

He visto que te gusta George Clinton, dije

¡Sí! ¡Muchísimo!, exclamó. Hace poco estuve en un concierto suyo. Fue increíble. Tiene tanta energía. ¡Me sacó al escenario a bailar!

Imaginé escenas de nuevo. Le sonreí.

Qué suerte. Con el mismísimo George. Seguro que lo hiciste muy bien.

Frunció los labios y miró hacia arriba fingiendo modestia.

Nos hemos visto antes, ¿verdad?, preguntó.

Sí, en una fiesta de Halloween hace unos meses. No recuerdo quien la organizaba.

¡Oh! ¡Fue esa! Esa en la que nadie fue disfrazado.

Casi nadie.

¡Es verdad! Tú sí que te disfrazaste, me acuerdo, dijo riendo.

Nunca hay que desaprovechar la ocasión de ponerse un traje. Más aún si además puedes llevar antifaz también. Lo malo es cuando eres el único que los lleva.

No es necesariamente malo. Recuerdo que ibas muy guapo.

Gracias. Veo que tienes buen gusto, bromeé.

Oye, ¿queda algo en esas botellas? Me apetece tomar algo.

Lo que no creo que queden son vasos. Pero si no te importa usar el mío te preparo una. Así te vas emborrachando y me cuentas cotilleos sucios sobre L. O me cuentas cotilleos sobre aquella compañera de piso que tuvo, esa tal Emily.

¿Más borracha aún? Además, ¿no te he dicho ya bastante?

Reímos. Funcionaba. Era inesperado y funcionaba. Quise dejar de pensar en ello, no marchitarlo analizándolo más. Dejarlo andar por si mismo. Además su gin tonic había acabado con la ginebra. A partir de ahí tendríamos que continuar solos.

¿Vienes a explorar el salón?, me preguntó.

Sí, ahora tal vez se pueda estar más tranquilo. No me gustaba nada la música que estaban pinchando antes.

Claro. Por que tú también tienes buen gusto. Venga, vamos.

Apenas quedaba nadie. Unos cuantos incansables, otros en pareja bailando abrazados, aunque lo que sonara fuera una especie de chill out imbailable. En la zona de los sofás la chica dinosaurio y su enorme amigo se besaban sin tomar aire. Ella aún llevaba puesta la capucha con ojos y dientes dibujados. Tres chicas sentadas en el sofá de enfrente les miraban enrollarse con gesto inexpresivo, casi con curiosidad médica. No había ni rastro de T. Se largaría con la española. Emily inspeccionó sin demasiado interés la colección de vinilos que los DJs habían estado pinchando. Ni siquiera ellos seguían allí. Sin una mejor idea, nos apoyamos finalmente junto a la chimenea, uno al lado del otro, de espalda a la pared. Alicia había terminado y por encima de nuestras cabezas y ya solo se proyectaba la pantalla de menú del DVD.

Antes ibas con un chico. ¿Dónde está?

No sé. Se marchó. Es mono, pero un poco aburrido. Demasiado joven.

Lo siento por él.

En realidad no lo sientes. Y aquella chica con la que fuiste a la fiesta de disfraces, ¿dónde está?

Prefiero no saberlo.

Vaya. Lo siento.

Es igual. He visto que bailas muy bien.

Y yo he visto que me mirabas. Es la segunda vez que te pillo.

¿La segunda vez?

Sí, aquella noche. Te pillé mirándome mientras me dormía en el sofá.

Vaya, ¿tanto se me nota? Y eso que intento ser discreto.

Pues no se te da muy bien, creo. Pero no importa.

Acaricié su mejilla con el revés de mis dedos.

Entonces espero que tampoco te importe que te bese.

Se que te parecerá una línea terrible, pero en el momento no se me ocurrió otra. Comenzamos a besarnos muy despacio, como si fuéramos recopilando argumentos, convenciéndonos a nosotros mismos para continuar. Se detuvo.

Me gusta mucho cómo me miras.

Busqué su nuca por debajo de su melena y la atraje hacia mí.

Unos minutos después bajábamos las escaleras a trompicones, intentando no caernos, sin separarnos, riéndonos. Cuando llegamos a la calle, paré, le tomé la cara y la besé despacio. Temblaba. La noche era gélida. Era la mitad de la madrugada. No pasaba ni un solo coche. Las mejillas me ardían. Respiraba entrecortadamente. Todos los síntomas me resultaban familiares. Y sin embargo la curiosidad lo renovaba todo como si no hubiera habido nadie antes, como si tu no hubieras existido y no fuera a existir ya nadie más. Me pregunté cómo sería, cómo se movería, a dónde iríamos.

¿Vives cerca?, le pregunté.

Sí, cerca, vamos allí si quieres. Me agarró de las solapas de la chaqueta y me besó de nuevo. Su lengua estaba fría.

La agarré por la cintura y caminamos torpemente calle arriba, tropezándonos cada poco, haciendo eses, concentrándome en sus indicaciones para intentar evitar la tentación de besarla a cada paso.

Por aquí, es un atajo, dijo apoyando todo su peso sobre mi costado. Lo llaman el Callejón del Amor.

Apenas lo enfilamos, empujé a Emily contra el muro intentando no hacerle daño. O solo el justo.

Siempre me ha parecido un nombre curioso. ¿Sabes?, detrás de este muro está el cementerio, dijo en voz muy baja mientras le besaba el cuello.

Las hojas caídas, mojadas, descompuestas, marrones, hacían que el suelo brillase a la luz de las farolas. Su resplandor naranja se filtraba a jirones a través de las ramas desnudas. Casonas con dos pisos y jardín miraban al cementerio desde el otro lado del callejón. Todas permanecían oscuras. El silencio era casi absoluto. Solo se escuchaba el resonar de nuestros pasos en aquellos doscientos metros que transcurrían entre los dormidos y los muertos. Después, durante un lapso de tiempo que pareció no agotarse nunca, caminamos por calles de edificios idénticos y líneas interminables de coches aparcados. Nos detuvimos en un portal en nada diferente al resto.

Aquí es, se echó sobre mí y metió las manos en los bolsillos de mi chaqueta. Qué es esto, oh, un vaso, ¿por qué…?

Me lo diste antes de salir, debí de guardarlo ahí.

Eres demasiado educado. Vamos, dejó el vaso en el suelo junto a la puerta y me tomó de la mano escaleras arriba.

Cuando entramos en su habitación, apenas le di tiempo a que encendiera la débil lamparita colocada sobre su mesilla de noche. Le quité el abrigo echándolo hacia atrás, pero no con la suficiente fuerza y se quedó con las mangas puestas, casi maniatada. Cogí su pecho, y lo tomé escurriendo mi mano por debajo del sujetador celeste. Lo tomé entero. Busqué hasta encontrar el pezón y lo acaricié entre el pulgar y el índice. Ella gimió y ladeó el cuello. El proceso, el ritual, los síntomas, me resultaban tan familiares, tan reconocibles. Y de eso es precisamente de lo que he venido a hablarte: Porque ya desnudos, sobre la cama, ella no me acarició la nuca mientras nos besábamos, como hacías tú; sus manos se quedaron simplemente aferradas a mis brazos. Ni me miró fijamente, como hacías tú, mientras me iba abriendo paso; solo cerró los ojos y se mordió el labio. Ni tampoco pronunció mi nombre ni me empujó hacia sí, como hacías tú, cuando fuimos acelerando hasta desbordarnos; solo tiró con fuerza de las sábanas. y sin embargo, nada más terminamos, ella se levantó, y sin mirarme desapareció por el pasillo, como hiciste tú la última noche en que nos vimos.

Santi Pagés | 06 de febrero de 2010

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