Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Eres mejor que todas tus imágenes (Parte 1 de 2)

Verás. Cuando llegamos, la fiesta llevaba un buen rato empezada. Subiendo por la escalera, que se retorcía sobre sí misma desconchada y sucia, el bullicio se iba haciendo más audible. La botella de ginebra temblaba en mis manos como una ofrenda incierta a un dios irritable. T y L iban delante. L conocía o creía conocer a la amiga de una amiga de quien organizaba el evento. Solo guardaba una dirección en su teléfono móvil, un mensaje que apareció sin más un día, invitándole con indiferencia. Y allí nos presentamos, como recurso final para salvar la noche, que había transcurrido hasta entonces sin demasiada energía. En la entrada, intentamos divisar una cara a la que asirnos, a la que presentar nuestros respetos, que certificara nuestra existencia como invitados. Pero todo era un devenir continuo de muchachos apenas sobrepasados los veinte, que entraban y salían de donde parecía estar la cocina, o que realizaban el trayecto inverso desde el salón, que se vislumbraba inmenso más allá del dintel ocupado por los más reacios, unos pocos, temerosos de pasar hasta el fondo. Por encima de sus cabezas, por encima del hogar ya extinto, se proyectaba la Alicia de Svankmajer.

Estudiantes de arte, ya sabes, me dijo L, les gustan las cosas raras. Voy a buscar a mi amiga.

En la proyección, un conejo disecado vestido con levita y chistera cobró vida y comenzó a separarse con esfuerzo de la peana donde estaba clavado.

Me siento un poco viejo, dije volviéndome hacia T.

Uf, yo también.

T era apenas tres años más mayor que todos los que nos rodeaban. L se nos acercó acompañado de una chica.

Aquí están. Estos son T y…

Me apresuré a darle el nombre falso que suelo emplear en ocasiones como esas. No hace falta que me lo digas, lo sé. Es un truco estúpido.

Nuestra anfitriona me miró con desconfianza. Fue mi corbata negra, quizá. O que tal vez adivinó mi mentira. O tal vez fue mi insistente mirada a la mariposa azul que llevaba tatuada en el lado rasurado de su cráneo. Me sentí incomodo. La mariposa me gustaba.

Hemos traído una botella, retomó rápidamente L.

Fantástico, podéis dejarla en la cocina. Y allí los abrigos.

Señaló una puerta cubierta de carteles escritos con fosforescentes. No entrar. Peligro de muerte.

Es para que nadie se lleve lo que no es suyo, ¿sabéis? La gente se pone insoportable al final de las fiestas. En la última me robaron la cabeza de ciervo disecada que tenía colgada en mi habitación. Que os divirtáis.

Se atusó el largo mechón rubio que cubría su rostro y se alejó revolviendo su traje de gasa verde eléctrico.

Entramos en la habitación mortal. La única iluminación era un flexo blanco colocado sobre la mesilla de noche. La cama estaba sepultada bajo prendas de las más variadas condiciones. Polares montañeses. Chaquetas finísimas de lentejuelas. Un abrigo de piel blanco. Una muchacha de pelo ralo, vestida con un peto de fieltro malva estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra junto a la cama. Se estaba confesando a su amiga sentada en idéntica postura frente a ella.

Se lo dije a mis padres. Estaba muy mal. Tenía que contárselo, ¿me entiendes?

Su amiga asintió. Embelesado, un chaval sentado entre ellas no dejaba de mirarlas alternativamente mientras sostenía en la mano un vaso de plástico vacío.

Ya le has oído, no dejes nada valioso en los bolsillos, me recordó T mientras hacíamos nuestra aportación al montón de abrigos.

Necesito un trago. Urgentemente, dije.

La cocina era un páramo. Botellas de vino vacías. Una, otra. Alguna de licor que no contenía más que unas pocas gotas. Muchos bricks de zumo en estado de práctica defunción. Un par de tónicas enormes, intactas.

Estamos salvados, dijo L aferrándose a una de las botellas, y señaló la ginebra que yo aún acunaba en mis brazos.

Si te gusta el gin tonic, claro, le dije con sorna.

No te queda otra, me temo. Voy a buscar hielo. Ten la tónica. Ve preparándolos.
L, siempre tan solícito. Quién necesita hielo, me dije. Si de algo hay que morir, que sea de amargura. Venga, T, carguémoslos mucho, que la última vez que me emborraché con ginebra todos estos aún manchaban pañales.

Qué exagerado, no eres tan viejo. T, siempre tan ingenuo.

Ya lo sé, pero quejarme me da cierto encanto.

Pues reserva tus encantos para ellas. Hay muchas chicas guapas en está fiesta, ¿verdad? Voy a darme una vuelta. Si L encuentra los hielos, avísame.

Quizás T no era tan ingenuo.

Mientras acababa de prepararme un gin tonic zarrapastroso para mi y otro para T, una chica diminuta con gafas de concha desmesuradas y un bolso colgando del codo se me acercó. Llevaba “Acércate” escrito en la frente.

¿Me pasas el zumo? El de ahí, cerca de la pila.

No queda mucho, le respondí alcanzándoselo.

¿De donde eres?

Siempre la misma pregunta. Se lo dije. Ah, pues nunca he estado. En Barcelona sí. Mi hermana estudia allí. Es una ciudad maravillosa.

Sí, claro, respondí. Si supiera.

Siguió un silencio. Su natural respuesta fue darme la espalda. Comenzó a departir animadamente con una pareja apoyada en la nevera. Se quejaban del tiempo. En la considerable extensión de espalda que su vestido dejaba al descubierto, la chica diminuta de gafas enormes llevaba escrito “Disponible.”

Me encogí de hombros, apreté los dos gin-tonic en vasos de plásticos en una manó y con la otra la botella de tónica. Salí de la cocina, atravesé el recibidor y entré en el salón. Dos DJs ocupaban la esquina. Uno toqueteaba los controles del tablero, el otro rebuscaba entre una pila de vinilos. A sus lados, dos gigantescos altavoces. Los ventanales detrás de ellos estaban cubiertos con grandes bolsas de basura. Allí encontré a T, de pie, mirando por encima de las cabezas de los asistentes.

Aquí tienes. No hay hielos de momento. Qué música más horrenda, ¿no?

Gracias. Si, no invita a quedarse mucho rato. Por cierto, he estado hablando con una chica española. Ha ido al baño. Ahora vendrá.

Entendí el mensaje. Elevé la vista hacia la película. El conejo disecado se estaba metiendo en el cajón de una mesa de madera incomprensiblemente colocada en la cima de una colina rocosa. Una niña rubia le perseguía entre curiosa y desesperada, primero escalando los riscos con dificultad, después intentando introducirse en el cajón sin demasiado convencimiento. Asombrada, el cajón empezó a tragarse su cuerpo.

Voy a buscar a L, buena suerte con la española.

T asintió serio y regresé al vestíbulo. Coloqué la botella de tónica en el suelo junto a un radiador y me recosté sobre él para ocultarla. Al menos habría suministro asegurado por un rato. Los chavales subían y bajaban por la angosta escalera que daba al segundo piso en un flujo constante, como si detenerse significara el fin del encanto, el fin de todo aquello, perder en el juego de las posibilidades y las sillas. Sonó el pestillo, la puerta del baño se abrió y de él salio una chica morena, de pelo cortisimo vestida con falda y camisa negras. Un segundo después la anfitriona apareció desde la cocina y se avalanzó sobre ella con hambre. Comenzaron a besarse. La morena relajó su cuerpo tras la sorpresa inicial y la chica de la mariposa tatuada aprovechó para agarrarle del culo con las dos manos. Intenté no ruborizarme y miré hacia el suelo. Se separaron tras unos segundos y antes de marcharse hacia el salón, la muchacha del pelo corto le susurró algo al oído a su amante, algo que debió de indignarla hasta el extremo porque a continuación se marchó en dirección opuesta frunciendo los labios con una mueca de asco.

Aún trataba de recuperarme de mi turbación cuando desde el piso de arriba apareció una chica vestida con un disfraz de dinosaurio, cola incluida, que llevaba recogida en la mano con el fin de no pisarla. Levantó un segundo la vista hacia mi y respondió con fastidió a mi evidente cara de sorpresa. Cruzó por delante mío y se perdió por la puerta del salón.

¡ Rose ! ¡ Rose !

Un muchacho de casi dos metros de altura bajó rápidamente las escaleras tras la chica dinosaurio. El choque de sus gigantescas botas negras con el parquet falso lo sacudió todo. Una banda negra pintada cubría sus ojos. Era un cruce entre Frankenstein y Adam Ant. Siguió los pasos de Rose y desapareció.

Di un trago muy largo a mi gin-tonic, sin respirar, para no saborearlo. L parecía haberse perdido, T lo estaría pronto. Empecé a arrepentirme de haber ido a la fiesta. No encontraba ninguna razón para seguir allí. Comencé a sopesar si debía despedirme. Fue entonces cuando la vi. Subía desde la calle, cubierta solo con un vestido negro de tirantes, feliz, entusiasmada. Llevaba los cascos blancos de su ipod puestos, y arrastraba de la mano a un adolescente con cara de desconcierto. Se dirigieron hacia el salón, pero al escuchar el estruendo house , dio un respingo, se detuvo, lo pensó mejor y dio media vuelta tironeando del chico en dirección a la escalera. La escena me resultó tan cómica que sonreí para mi. Ella vio mi gesto y antes de huir fugazmente escaleras arriba me dedicó una sonrisa que me desarmó al instante. Pieza a pieza.

Santi Pagés | 23 de enero de 2010

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