Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El hombre que no estaba allí (Parte 3 de 4)

¿Su padre puede viajar adelante y atrás en el tiempo?

¿Cómo podría saberlo? Yo solo me lo encuentro. Y yo vivo hacia adelante. No creo que para él hayan pasado más que unos días, tal vez horas, por eso no ha envejecido. Sé que sus apariciones se van espaciando cada vez menos. Es como si estuviera perdiendo impulso, como si él fuera una piedra que tiramos al mar para que salte y rebote. No creo que pueda controlarlo. En cualquier caso, necesito saber cuándo será la próxima vez que aparezca y dónde. Por favor, encárguese del caso. No me sobra el tiempo.

Si usted estuviera en lo cierto, supongámoslo por un momento, yo no podría averiguar mucho más de lo que usted ya sabe. Si su padre de verdad va dando saltos en el tiempo, no podré encontrar rastros suyos. Y sin rastros suyos no podré averiguar dónde aparecerá la vez siguiente. Usted cree que se detendrá pronto. Bien. ¿Entonces por qué no le espera usted misma? A no mucho tardar se lo encontrará de nuevo.

Es que puede que sea yo la que no esté cuando él se aparezca otra vez. Me estoy muriendo.

Claro. El pañuelo que le cubría la cabeza. Cómo se me pudo escapar eso.

Necesito ver a mi padre una vez más, necesito decirle algo. Si para entonces no estoy viva o estoy demasiado enferma, quisiera que usted se lo dijera. Usted puede ver esta situación desde fuera, con una nueva perspectiva. Seguro que puede descubrir algo que a mí se me ha escapado. Por algo dicen que es usted el mejor en su trabajo.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Fingí meditarlo. En realidad ya lo había decidido.

¿Aparte de su madre, usted y su hermana, alguien más de la familia le ha visto?

Así fue como acepté hacerme cargo del caso de Claude Rimbaud. Por una mezcla de piedad para con su hija y de pundonor profesional desafiado. Pamela no supo decirme si alguien más había avistado a su padre. Le pregunté por su hermana mediana, a la que no había mencionado todavía.

Sí, Helena se llama. No nos hablamos desde hace una eternidad. Nunca nos llevamos bien, me dijo. Demasiado ambiciosa. Hablar con ella era soportar reproche tras reproche. Aunque al final consiguió lo que quería. Ahora es vicepresidenta o algo así de un gran banco.

No tenía otras opciones abiertas, así que hube de hacer una visita a la hermana ausente y exitosa. No me resultó complicado encontrar su nombre en la junta directiva de la rama nacional de un banco de inversiones con sede en la Torre T1, en La Défense, un rascacielos con forma de ojiva erigido en medio de todo ese cristal y espejo arracimado, en el centro de una cuadricula de reflejos cruzados y espejismos del futuro, y que me esperaba a la salida del metro como una novia altiva. Me presenté sin avisar, era parte de la idea. En la recepción traté de resultar todo lo turbio y amenazador que pude. He venido a hablar con la Señora Rimbaud. No tengo cita. Dígale que es en relación con su padre. El impoluto muchacho de corbata azul rayada y auricular en la oreja izquierda hizo la oportuna llamada sin dedicar a analizarme más que tres segundos, me pidió que me sentara, tengo todo el tiempo del mundo, le espeté con sonrisa cínica, y me senté a continuación, mirando el reloj de mi muñeca a intervalos regulares. Tardaron en mandarme llamar menos de lo que había calculado. Una joven en traje de chaqueta, camisa y corbata negra, me invitó a subir con ella en el ascensor principal. Pulsó el 39 de un total de 42. No está mal, me dije. La moqueta beige acomodó nuestros pasos una vez alcanzamos el pasillo. Toda la planta era abierta, ninguna pared era opaca. Aquello era un muestrario de transparencia absoluta y ficticia. Helena estaba obviamente molesta y no hizo ni el más mínimo ademán de darme la mano cuando me hicieron pasar a su oficina. Delgada como su hermana, su entallado uniforme de trabajo le sentaba realmente bien. El pelo corto le restaba unos cuantos años.

¿Qué tiene? ¿Qué es lo que quiere?

En realidad no sé ni tengo nada. No he venido a chantajearla, era solo una treta. Su hermana Pamela me ha contratado.

Ah, ella, y se relajó de inmediato, se balanceó hacia atrás, jugando con el respaldo de su sillón de ruedas.

¿Para qué? ¿Para encontrar a nuestro padre? ¿Sigue obsesionada con esa historia? ¿Y usted se la ha creído?

Me basta con que ella lo crea.

Es usted despreciable entonces. Mi hermana no está bien de la cabeza, ya lo ha comprobado. Debería darle vergüenza.

Señora, su hermana tiene cáncer, se está muriendo.

No me arrepentí de soltarle aquello a bocajarro. Al menos había conseguido hacerla callar. Aproveché su silencio.

Está convencida de que su padre aparecerá pronto y quiere saber dónde y cuándo. Quería entrevistarme con usted para preguntarle algo muy sencillo. Después me iré y no volverá a verme. ¿Ha visto usted a su padre alguna vez durante todos estos años?

Respiro profundamente. Dejó de mirarme. Perdió su vista por encima de los rascacielos.

No lo sé.

¿Cómo que no lo sabe?

No estoy segura, exclamó casi con un grito. Solo puedo decirle que en una ocasión creí verle, hace un par de años. Pero era imposible.

Ya. He oído esa frase demasiadas veces en muy pocos días, así que no debe de serlo. Cuénteme.

Venía hacia el trabajo. El coche iba a entrar en Etoile. Yo estaba entretenida repasando unos informes cuando el chofer dio un frenazo muy brusco. Le oí insultar a alguien que se le había cruzado justo cuando iba a incorporarse a la plaza. Levante la vista y pude ver a un tipo en gabardina, con las manos en los bolsillos, que se había quedado detenido en mitad de la calzada. Se volvió lentamente como si no fuera con él. Su rostro me resultó familiar. El chofer continuo chillándole, tocando el claxon, pero aquel hombre no se movía. El chofer se hartó, salió del coche, y le siguió gritando unos minutos, pero el pobre diablo ni se inmutaba. Pensé que debía de estar sordo o que quizá era un disminuido. El chofer finalmente le agarró del brazo y le llevó a empellones hasta la acera. Cuanto más observaba a aquel hombre más familiar me resultaba. En la calle se estaba montando una buena. Otros coches nos sobrepasaban enfurecidos, insultándonos, preguntándonos que quiénes nos habíamos creído que éramos. El chofer volvió por fin al volante, pero cuando iba ponerse en marcha de nuevo le pedí que acercara el coche al hombre. Quería mirarle de cerca. El chofer protestó, pero se lo ordené de nuevo y se calló. Se apartó del tráfico y se detuvo junto al tipo de la gabardina, que no se había movido ni un centímetro de donde le habían dejado. Bajé la ventanilla, le pregunté si estaba bien. Me miro a los ojos como si me conociera de siempre y me dijo, ahora voy a ver a tu madre al bosque, le gustará la sorpresa, he de irme. Entonces le reconocí. Pero no podía ser él. No podía.

Y entonces desapareció, ¿no es cierto?, le interrumpí

Helena se mordió el labio inferior, cerro los ojos y asintió.

Le pregunté al chofer si le había visto esfumarse, pero él estaba ocupado gesticulando con el brazo a los otros coches para que siguieran adelante, así que ni siquiera me oyó. Quise pensar que simplemente se trataba de alguien con un parecido extraordinario a mi padre. Desde entonces trato de pensar en ello lo menos posible.

Quizá fue así, le dije, es la explicación más racional. Como usted dice no podía ser su padre cinco décadas mas viejo. Me levanté, gracias por su tiempo.

Cuando descendía en el ascensor bajo la mirada severa de otro encorbatado calvo, me regocijé en el placer de no haberle contado a Helena nada sobre el resto de avistamientos de su padre, de haberle dejado inoculada por la duda. Pero no debía entretenerme mucho. Tenía que concentrarme en el nuevo cabo suelto. Claude Rimbaud, o quien fuera que se aparecía a estas mujeres en el espacio y en el tiempo, le había anunciado a Helena que se presentaría ante su madre en un bosque, y así fue, pero eso ocurrió, sumé las fechas, unos ocho años antes. Todo era demasiado enrevesado. O todas ellas estaban locas de atar y se habían puesto de acuerdo para gastarme una broma con muy poca gracia o bien algo realmente fantástico estaba sucediendo. Si era así no tenía ni idea de cómo iba a resolver el caso. Tendré que usar un péndulo o un zahorí, buscar a un hombre manco o tirarle piedras a una botella hasta que se rompa, me dije por fin harto.

Cuando salí del edificio, caminé rumiando todas estas cuestiones de camino a la estación, pero como el sol finalmente se había decidido a imponerse sobre la nubosidad que nos llevaba aburriendo toda la semana, me senté un momento en las escaleras del Gran Arco, el cubo gigantesco, hueco y blanco que preside el distrito. Saqué un chicle, lo masqué y comencé a jugar con el envoltorio verde. De modo que Claude anuncia alguna de sus apariciones, presentes o pasadas, me dije, por eso no podemos aún saber dónde (aclaro aquí que siempre que medito me hablo en plural y en voz bastante audible). Miré a lo lejos. Con la claridad ganada por el día, podía ver allá el Arco del Triunfo, en la Plaza Etoile, justo enfrente de mi, en perfecta línea recta, mandado construir por Napoleón en el auge de su megalomanía romana.

El imperio no cayó, me dije, y sonreí a Don Augusto en la distancia del recuerdo.

Les Invalides. Napoleón. Etoile. Estrella. Arco del Triunfo y el Gran Arco. El cubo.

La linea. El cubo. Claro.

Había averiguado por fin dónde encontrar a Claude Rimbaud. Ahora solo me faltaba averiguar cuándo.

Santi Pagés | 05 de diciembre de 2009

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