Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El hombre que no estaba allí (Parte 1 de 4)

Aunque el caso de Robert Tullock había sido complicado, nada en el mundo podría haberme preparado para la extraña y dificultosa tarea que supuso encontrar a Claude Rimbaud. La familia de Tullock quería dar con él por simples motivos monetarios. Sus potenciales herederos pretendían localizarle para desposeerle de su fortuna con la excusa de su demencia, que a mi nunca me pareció tal, demasiado bien calculada, porque a pesar de las nieblas de la senilidad que presuntamente enturbiaban su razón, el hombre se las había arreglado para huir de esos acreedores con los que tenía el infortunio de compartir variables proporciones de sangre. Seguir a Tullock por el mundo era como seguir a un hombre borracho tambaleándose calle abajo e intentar imitar a la perfección sus movimientos. Seguir a Tullock implicaba por tanto llegar siempre tarde. Brazzaville, Riad, Singapur o Yokohama. En ocasiones por horas, otras por pocos minutos, los aeropuertos eran una puerta al fracaso, a un nuevo fallo que yo me tomaba siempre con deportividad, por supuesto, porque supongo que en el fondo yo admiraba a ese viejo banquero escurridizo y porque no me importaba en lo más mínimo la creciente impaciencia de sus herederos, quienes se sentían cada vez más molestos con esa duplicación de gastos que implicaba que su querido tío/primo/tío abuelo dilapidara la fortuna familiar con viajes constantes y que un detective de tres al cuarto le siguiera los pasos y disfrutara de continuos viajes a exóticas localizaciones también a su costa.

La constante huida de Tullock apenas me ofrecía tiempo para obtener, por medios más o menos legales, dependiendo de la comprensión y hábitos locales, interminables listas de pasajeros para rebuscar en ellas su nombre. Era imposible adivinar de otro modo cuál sería su siguiente destino. Así que solo obtenía de aquel hombre trazas, fragmentos. Un asiento de sala de espera aún tibio, un vaso de cartón medio lleno, el relato de una azafata rubia y monumental que creyó reconocerle en Sao Paulo. Si no hubiera escuchado ya historias similares en Munich o El Cairo jamás la habría creído. El bueno de Tullock, eso ya había quedado establecido, viajaba con una maleta verde y acartonada, que no facturaba nunca, y de la que, y he aquí el detalle inverosímil, extraía una calculadora de aquellas antiguas con botones saltones, de las accionadas con manivela y cuyo peso se contaba en kilos. A continuación, contaban los testigos, la colocaba sobre su regazo y se aplicaba en la elaboración de prolijos cálculos, seguidos de las correspondientes vueltas a la manivela, que obligaban a la máquina a producir largas filas de números en tinta lila sobre un rollo de papel blanco. Si al final pude alcanzarle y devolverle al redil para que le devoraran sus propios lobos fue tan solo porque el mismo Tullock, por alguna razón que jamás alcanzaré a comprender, se desvió de sus propias costumbres. Yo le venía siguiendo desde Chicago y pude embarcar en un vuelo a Los Ángeles que despegaba tan solo cincuenta minutos después que el suyo. Tenía la esperanza de que un retraso o un despiste pudieran retenerle en la terminal lo suficiente antes de que desapareciera de nuevo. Lo que jamás pensé es que me lo encontraría, casi de bruces, fuera del vestíbulo de llegadas, tomando un ancho taxi amarillo. Tomé otro y aproveché la oportunidad para pronunciar por fin el “siga a ese coche” de las películas y que pese al tópico jamás había utilizado antes, aunque el conductor se encargó pronto de disolver mi entusiasmo con seca indiferencia. “Sí, seguro, lo que usted quiera.” Casi una hora después, tras soportar un tráfico infernal que parecía manar de hasta las alcantarillas, el taxi de Tullock se detuvo frente a la catedral, un gigantesco cubo de ángulos imposibles, construido en cemento de color adobe y coronado por una cruz de proporciones análogas. Había por fin cazado al viejo, ya no se me escaparía, pero no fui tan desalmado como para no ofrecerle una satisfacción última y a mi el privilegio de contemplarla. Le dejé bajar del coche, atravesar las puertas del recinto, subir las escaleras, llegar hasta la amplia explanada donde descansaba tan singular edificio y sentarse en un banco a la sombra proyectada por una fila de palmeras. Mientras me acercaba a él, despacio, para saborear la anticipación que supondría resolver por fin el enigma, le vi abrir su maleta y comenzar su ritual numérico, sin planes ni papeles, sin más guía, imagino, que sus propias consideraciones. Simple tecleo. Cric. Crac. Manivela.

Qué calor. Se está bien aquí.

No respondió. Decidí utilizar otra estrategia.

Robert, ¿no cree que es hora de regresar a casa? ¿No está usted cansado?

Aquello debió de remover algo dentro de él, una última chispa de lucidez, o quizá lo contrario.

Sí, estoy muy cansado. Muy cansado. Estoy tan cansado.

No dejaría de repetir frases similares durante las horas que duró mi escolta, hasta que pude devolverle a sus familiares, quienes de inmediato subcontrataron sus cuidados a un enfermero. Intenté aliviarle diciéndole que pronto podría descansar cuanto quisiera. Pero mis palabras apenas tuvieron en él un leve efecto vigorizante. De Tullock, aparte de los viajes y un jugoso cheque, recordaré siempre su imagen sentado junto a mí en el avión de vuelta, su perfil recortado contra la ventanilla, con su papada gruesa, que le desbordaba el cuello de la camisa, su traje sucio y sus gafas cuadradas y absurdas de tan grandes. Tras un largo rato callado y durante el que se quedó mirando absorto el respaldo del asiento en frente suyo, como si aquel tapizado azul grisáceo guardara profundos secretos, Tullock despertó al fin para decir “estoy cansado, nada tiene sentido.”

Pero como ya he dicho, ni siquiera este caso puede compararse a la aventura que supuso dar con el paradero de Claude Rimbaud

Santi Pagés | 14 de noviembre de 2009

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