Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Exótica

La rotunda y estriada mujer saudí se asegura de que mis manos permanecen en el sofá sentándose en mi regazo y empujando mis brazos levemente hacia atrás con sus rodillas. Ladea súbitamente la cabeza y el pelo se lanza a cubrirle medio rostro. Desde allí me vierte una mirada de deseo, o más bien de cómo es entendido el deseo entre comunes, una mirada que quema del modo sucio en que quema el plástico derretido. Se balancea y sus pechos hinchados me acarician las mejillas. Percibo el perfume delicado de ungüentos, de cuidados y protecciones que llegan tarde porque la mujer saudí transita desde hace mucho ya por la cuarentena. Si la he elegido, o si la he dejado elegirme, ha sido porque quería desarticular cuanto antes la ansiedad que se me vino encima cuando comprobé que en aquel lugar no había barra vertical ni escenario como esperaba, sino una sucesión de salas, sillas y señoritas de pie junto a un puñado de hombres sentados. Mujeres anhelantes, félidas demandantes de cariño, requiriendo atención con la urgencia que transmite la necesidad y la amenaza. Las luces rojas de rigor y los fluorescentes azulados que impregnaban de blanco el blanco eran los únicos accesorios que cumplían con la imagen que, como una polaroid vieja, A, K y yo sujetábamos en nuestra imaginación antes de entrar por primera vez en El Palacio de la Fantasía.

Aprieto mis labios en una mueca traviesa porque quiero observar el ritual que la mujer saudí está ejercitando y porque quiero observar mi parte del trato. Sonrío de medio lado y le lanzo un guiño. Se levanta y se coloca de espaldas a mí. Se desprende de su mínimo tanga y cuando se gira para comprobar mi aquiescencia, apruebo con un asentimiento de cabeza las nalgas que me ofrece, categóricas y firmes, con historia y sin ninguna historia, como todo en ella. Liberado por un momento del apetito que los dos nos hemos obligado a fingir, porque para eso sirven los billetes que median entre nosotros, compruebo mi familiaridad perdida con la forma femenina. Lo ajena que me ha resultado durante todos estos meses de abstinencia involuntaria. Y lo evidente y fresca que retorna ahora.

Ve a disfrutar de tu bebida con tus amigos, me dice maternal cuando termina.

Regreso a la sala central, en la que A y K continúan como les dejé, sitiados. A ya domina la situación, con el descaro de quien sabe que es él quien determina la transacción de metales, sin vergüenzas ni obligaciones, sabiendo que todo lo que ocurra ocurrirá porque él lo quiera. Disfruta de los agasajos que se le dispensan y cuando la elevadísima morena le obliga a probar sus senos como si fuera una versión alta costura de la estanquera de Amarcord, A los goza el doble porque pese a la cata que se le ha ofrecido se negará a acompañarla hasta ese lugar de donde yo recién vengo y a pagar por disfrutar de lo siguiente. K en cambio anda nervioso, azorado, sudoroso, por las atenciones falsas de una chica claramente yonqui, con un deplorable gusto por el leopardo, y que le está proponiendo, a precio reducido, un espectáculo lésbico con su compañera peroxidada, que a su vez anda mirando a otra parte como si su voluntad hubiera abandonado su cuerpo. Me siento entre ambos grupos, tratando de recomponerme, esperando la siguiente oleada, temiendo el siguiente asedio porque, como me ha dicho la mujer saudí hace un momento, deberías ver cómo se pone esto los fines de semana, chicas entrando y saliendo con un hombre cada minuto; en cambio hoy, todas somos para vosotros.

Sufro por K, porque parece dispuesto a que le traguen los abismos con tal de que le dejen tranquilo. Y no ayuda que la estanquera, frustrada por el rechazo de A, le salude con un sonoro azote en el culo. He perdido la cuenta de cuántas mujeres han venido a interesarse por nosotros, a preguntar qué hacemos, de dónde venimos. Resulta accesorio hablar ya. Lo saben todo. Aunque en el hilo musical no suene Everybody knows. Se abre una cortina negra que nos separa de un reservado. Más allá vislumbro un grupo de hombres con camisas refulgentes, bebiendo. Aparece una chica que se sube al escenario con forma de jaula que ocupa el centro de la sala. Comienza a bailar con desgana. Por un altavoz se anuncia su nombre.

Everybody knows that the dice are loaded, por cierto

Me han dicho que eres español.

Si, lo soy.

Me encanta España. He estado mucho en Marbella, Ibiza, Puerto Banús… ven conmigo, te haré un baile especial, te dejaré tocarme. Ven, ven. Ven conmigo.

No puedo resistirme a su empuje, a esa mano tendida que ha aparecido desde ninguna parte, que me saca de la maraña de conversaciones repetidas y lugares comunes, de tarifas y condiciones. Aturdido, dejo que me lleve.

Me llamo Victoria. Verás qué bien lo vas a pasar. Voy a hacerte un baile muy especial.

De camino al fondo del local, al último límite, me miro en el espejo, me contemplo tratando a duras penas de mantener el paso que me impone esta maravilla de músculos y fibra, esta esbeltez enorme y magnífica subida en tacones de aguja que me lleva de la mano a través de cortinas de gasa y salas vacías, que me ha prometido delicias exclusivas para mi privado deleite. Mi reflejo y yo nos miramos con complicidad porque lo inesperado siempre le hermana a uno con su propia imagen.

A Victoria le gusto. Quiero creer. Victoria me gusta. Quizá por eso. Victoria repite similares rutinas a las de la mujer saudí, pero el resultado del ritual no es idéntico. No soy averso a su peso sobre mí. Reacciono. Me excita. Se quita el sujetador, y no me importa en absoluto que sus pechos no resistan la revelación de su secreto. Se los acaricia con cuidado, despacio, y me mira interrogándome. Finjo un silbido. Me sostiene la mirada mientras se echa hacia atrás, coloca su espalda sobre el apoyabrazos del sofá y eleva su vientre. Desencaja el resorte del tanga y me muestra su sexo, que es tal y como sucede, sin titulares excesivos ni exageraciones de ningún tipo, esquivo y delgado, ligeramente fragante. Me agarra la entrepierna. Le sonrío con ternura. Vuelve a sentarse sobre mi regazo y me susurra al oído, puedes tocarme. Toma mis manos y las coloca en su espalda. La acaricio lentamente. Palpo el dragón que lleva tatuado en su dorso. Obsequia sus pechos a mi boca mientras comienzo a dibujar su cintura. Así permanecemos unos instantes. Por fin se detiene y me besa levemente en los labios.

Te has portado muy bien.

¿Preferirías que hubiera sido malo?

No. Me gusta que seas bueno.

Me besa de nuevo.

Adiós, Victoria.

Ciao, hasta otra.

Y la dejo allí, altísima, completamente desnuda, recogiendo su ropa tirada alrededor del sofá, vistiéndose.

Vuelvo a la sala. K está en un rincón bebiendo sin ser molestado. A ha ido al baño.

Yo ya no tengo dinero.

Entonces es buen momento para irnos, dice K aliviado.

Echo un último vistazo al Palacio de la Fantasía y comprendo. Comprendo la fantasía de las putas buenas, de las putas cariñosas que te educan, que te enseñan. Comprendo la ficción de corsés, jofainas, camas de cuatro postes, de las putas de la calle Aviñón, putas de la calle Ballesta, putas del puerto de Valparaíso. Solo es necesario creer. Creer que te hacen hombre, que te escuchan, que se interesan por ti, que para ellas tu conversación jamás será aburrida. Solo es necesario creer. No dejar que se desgarre el velo de la fábula cuando la charla melosa se suspenda y hayas de sacar un billete o dos, porque ese es el precio que has de pagar por mantener tus escrúpulos incólumes, por no traspasarlos. Y continuar creyendo en ese cuento de hadas después de que ellas introduzcan el dinero en una bolsita con cremallera y te devuelvan el cambio.

A regresa caminando despacio, claramente disfrutando la lidia, dispuesto a un nuevo envite. Pero le agarro del brazo antes de que se le aproxime irremediablemente otra chica, esta encajada en un corsé negro varias tallas demasiado estrecho. Bajamos por las escaleras, por el pasillo fucsia que conduce a la salida. Dejamos atrás a la polaca del guardarropa, que mira aburrida una película cualquiera en la pantalla de un ordenador. Dejamos atrás a los centinelas rapados y simiescos que vigilan la entrada.

Una vez en la calle, siento que todo irá cuesta abajo a partir de aquí. En comparación con el palacio, el mundo es feo.

Santi Pagés | 24 de octubre de 2009

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