¿Desde cuánto hace que la llevas?

Uf, no sé, siete, ocho años.

¿Te la regaló tu ex, no?

Sí, pero no te preocupes, R. No tiene ningún significado especial para mí. Simplemente, me gusta.

Pero, ¿no crees que ya ha llegado el momento de que te la quites?

De verdad, en serio, no la conservo como un recuerdo.

¿Estás seguro?

Por un momento dudo. Evalúo si no habrá algo de razón en la inquisición de R. Examino la pulsera, delgada, tallada con vagos motivos celtas, tejida con escamas como una serpiente minúscula de plata. Recuerdo las ocasiones en las que se asomó por la manga de mi chaqueta de traje durante entrevistas serias. Las miradas sorprendidas. Calculo las innumerables duchas, baños, en las que la he enjabonado, sumergido, como una parte más de mi anatomía. Cómo la he ignorado durante tanto tiempo; como se ignora al hipotálamo, al bazo o a las muelas (cuando no duelen).

Calmado, confirmo que R no ha alcanzado a morderme esta vez con sus sospechas. Aún así.

De acuerdo, le digo, y me levanto de la cama.

Suelto la pulsera, aunque el metal está enrevesado y el engarce se resiste como un borracho al que estuvieran despertando a bofetadas. La coloco encima de la cómoda. Mínima. Rendida. Yace como una ofrenda animal paralizada. Dispuesta a convertirse en sacrificio.