Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

El paraíso perdido

Mientras pasaba al fondo de la librería, mi visión periférica me avisó. Qué guapa. Y como suele ocurrirme cada vez que recibo una sacudida de este tipo, me previne. Tentado a completar la imagen, a colocar adjetivos a aquel rostro que se había levantado desde el mostrador para saludarme, preferí continuar, pasar de largo, hacer un vago gesto de saludo y refugiarme en el estrecho hueco entre dos enormes estantes al fondo de la librería. Evaluar el impacto, trazar un plan, tomar aliento, esas eran mis prioridades ante la aparición de lo inesperado. Solía visitar con cierta frecuencia aquella tienda, elevada y rebosante hasta los topes de volúmenes usados. La madera clara de sus muebles, la luz sincera del único ventanal no cubierto por libros, la estufa forjada y abierta, donde en aquel momento dormitaban como cachorros tres carbunclos, lo habían convertido en uno de mis lugares favoritos para perder el tiempo. Hasta entonces, en cada visita, me había topado con su dueño, quien atendía con entusiasmo a los clientes que solían agolparse en la entrada, remisos a adentrarse en aquel tumulto de libros. Ese hombre pequeño y de modos imperceptibles siempre me había parecido un duende, presto a aparecerse con un brinco desde la trastienda cada vez que oía abrir la puerta y a atenderte juntando las manos frente a su pecho, preguntando cómo esta usted hoy, desea algo en concreto, adios buenas tardes. Pero jamás antes me había encontrado con aquella muchacha, muy probablemente una estudiante, que parecía encargarse del negocio los fines de semana.

Botánica. Historia. Humor. Fingí interesarme por las etiquetas fosforescentes que marcaban cada una de las secciones de aquel rincón para desde allí poder mirarla de reojo, comprobar si las facciones que había percibido por un instante merecían tanto rubor y tanta tontería por mi parte. Permanecí allí unos cuantos minutos, leyendo lomos de tomos sobre temas prosaicos, jardinería de otoño, historia de La Toscana. Una breve sección de poesía en otro idioma, y por tanto inaccesible. Con las manos en la espalda, el gesto severo, intentaba vislumbrar a la librera, sentada en un taburete alto, leyendo, tras una cortina roja que apenas me permitía examinar su rostro. Si alguna vez me sentí orgulloso de mi supuesta habilidad de mirar sin ser visto, técnica que creía haber desarrollado pacientemente con los años, dejé de estarlo cuando uno de mis objetivos evidenció mi torpeza. Así que decidí atenerme a la idea original, y hacer honor a la verdadera razón de mi visita: El enorme mural de libros de ciencia ficción que la librería poseía. Heinlein , Silverberg, Sheckley, Van Vogt.

Por fin conseguí juntar tres o cuatro hebras de valor y traté de recuperar la compostura. Me dirigí sin prestarle importancia hacia la entrada, hacia el estante de incunables por descubrir. Antes de alcanzarla, la chica me cortó amablemente el paso.

¿Puedo ayudarte en algo?

Pelo desastrado y claro, piel transparente, ojos diáfanos, el calor del local había coloreado sus mejillas. Su franca sonrisa, las mías.

Esto… bueno… estaba buscando… El Paraíso Perdido. De Milton.

Si sonrió divertida por mi aclaración de autoría, no sabría adivinarlo.

Pues espera un momento, la poesía esta aquí detrás, y me invitó a que la acompañara al mismo lugar del que había pretendido escapar.

Debería estar aquí abajo, pero nunca se sabe, me dijo agachándose para explorar una balda a la altura de mis rodillas.

Aliviado por haber ganado tiempo con mi afortunada ocurrencia, reparé en lo cómico de la situación. Una mujer por la que sentía esa extraña atracción de lo súbito, buscando agachada, a escasos centímetros de mi entrepierna un libro en el que no estaba en absoluto interesado.

Pues pensaba que lo teníamos, qué pena, pero no, lo siento.

No te preocupes, muchas gracias, le respondo probando la mejor de mis sonrisas, seguiré echando un vistazo.

Aun confuso, me quedo mirando el mismo estante, jardinería de otoño, historia de la Toscana, del que parece no consigo escapar. Liberado de mi presunta búsqueda, camino pensativo hacia la entrada, y miro por encima los best sellers que cubren la pesa en el centro de la primera sala. Podría acercarme ahora, hablarle de lo estupendo que es Milton, con la esperanza de que comprenda que alguien a quien le interesa la poesía no puede ser muy mal tipo. A regañadientes admito que sería una estupidez, por muy ferviente que sea mi fe en que algo así funcione.

Entre los gruesos libros sobre conspiraciones históricas, abogados brillantes y operaciones militares secretas, encuentro unos cuantos volúmenes más antiguos, con la textura rugosa y la impresión adusta de mediados de siglo. Entre ellos, con una portada de rombos negros, rojos y blancos sobre fondo verde, una maravillosa edición de 1953 de Alicia en el País de las Maravillas, ilustrada con grabados diminutos y prolijos. El Gato de Cheshire me sonríe en la primera página que abro. Su precio, apenas unas monedas. Lo llevo al mostrador.

Es una edición preciosa. Me lo llevo.

Si, es verdad, déjame ver, y la muchacha lo abre con cuidado, pasea por sus páginas brevemente y concluye, además esta magníficamente imprimido. Es muy bonito. ¿Quieres una bolsa?

No, no hace falta, ya llevo esta, y la señalo sin mirarla, para poder seguir mirándola a ella.

Muchas gracias.

A ti, hasta luego.

Y sin más se pierde en la trastienda, en lo que adivino es una diminuta estancia. De pie, aún notando mis pulsaciones, algo exhausto, no me siento capaz de moverme. Solo resta una estrategia. En realidad, la única posible. Abro mi bolsa, agarro un bolígrafo, arranco lo más linealmente que puedo un cuadrado de papel, escribo mi nombre, mi teléfono, lo doblo, y en el reverso, dibujo una cara sonriente. Suspiro. Dejo el mensaje delicadamente en el mostrador. Franqueo la puerta de salida. Hace mucho frió fuera.

Santi Pagés | 10 de octubre de 2009

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