Libro de notas

Edición LdN
Pura Coincidencia por Santi Pagés

Un telefilm sin historia ni interés. Un culebrón con actores atroces y maquillaje pésimo. Una serie cancelada por falta de audiencia. Una novela gastada por los bordes. Una canción en repeat desde el lunes. Una pared cubierta con fotos de estrellas. Cada sábado, verán descomponerse una vida cuyo parecido con la ficción es pura coincidencia.

Zoolander

Hola, cómo estas, sabía que te reconocería a la primera.

Eso es todo lo que tienes que decir, ¡no es tan difícil!, insiste mi agente. Sé razonable, tampoco te están pidiendo un imposible.

Pero es que la gente no habla así, le respondo, además me resultaría más sencillo aprender mis líneas si alguien me contara mínimamente cuáles son las motivaciones de mi personaje.

¡Tu motivación es el salario que te pagamos!, oigo decir al director detrás de mi. Joder con el divo, estoy hasta los huevos, y se dirige a mi agente extendiendo su índice curvo y huesudo, más vale que le convenzas porque en diez minutos salimos a exteriores y quiero que esté allí con su puta línea aprendida, ¿entendido?, y se marcha de la sala de maquillaje pegando un portazo.

Mi agente me fulmina con una mirada de reproche.

Gracias por tratar de poner paz, le digo para tranquilizarle, pero es que no tiene remedio, ese es un gilipollas que va de tipo duro. ¿Has visto las gafas de pasta que lleva? Son para que no se le note todo lo que ha chupado para llegar hasta aquí.

Pues sí, es un gilipollas. pero ese gilipollas es quien te paga y tú necesitas esta película. Estás ahí, casi en la cresta, en boca de todos, solo te hace falta dar un paso más y esta es la ocasión perfecta. ¡Sólo tienes que hacer de ti mismo!

Me doy cuenta de que tiene razón. Odio cuando eso pasa. Me miro al espejo. Mi frente reluce.

¡Te he dicho que tengo la piel mixta!, le digo a la maquilladora, ¿me puedes maquillar bien la frente de una vez? Con estos reflejos voy a deslumbrar hasta al satélite del Google Earth.

Ojalá me hubieran dejado traer a mi maquilladora de siempre, le digo respondo en voz alta a mi agente para que la otra me pueda oir, esta es una auténtica inútil… Mira, tienes razón, me aprenderé la puta línea y lo haré bien. Nos vemos luego, ahora necesito estar solo. Y cuando salgas dile a la de producción que no me gusra la Evian y que me traiga una Perrier con hielo y limón, haz el favor.

Ya verás qué bien sale todo. Vas a triunfar, exclama entusiasmado antes de irse.

Puta Evian. Puta mierda embotellada y sobrevalorada. Putos 90.

Media hora más tarde comienzo a caminar por Fuencarral arriba, tal y como indica el guión técnico. El cámara va detrás de mí, lleva una steadicam y orbita alrededor de mí. Me toma de perfil (el derecho, le exijo) para así filmar las tiendas y de espaldas para tomar a la gente con la que me cruzo. El director me ha dicho que no me preocupe, que actúe con naturalidad, que él luego tomará los fragmentos mejores del tracking shot y los montará con otros que rodará luego.

A estas horas, aún de calor, Fuencarral es una pasarela como ninguna otra, aunque esté flanqueada por obras, vallas y papeleras desbordadas. Una exhibición permanente, raramente agradable, porque la gente en general se cuida poco (no es más que eso, gente), viste mal y sin concierto alguno, como si marcaran tendencia por el mero hecho de existir, como por ejemplo el chaval barbudo con gafas de espejo que es clavado a Rafa (casi le saludo) y que lleva una gorra de béisbol acolchada sin calar, al modo que arrasaba en Hong Kong el año pasado, como si resultara cool e innovador parecer uno de esos extraterrestres de cabeza de cono, por no hablar de los imitadores pobretones, de los celebrities wannabes, como esos turistas yankis que pasean calle abajo hablando a voces y sorbiendo frapuccinos del Starbucks, con sus looks a lo Mischa Barton o lo que es peor, a la pesada de Lily Allen, porque son demasiado blandos y mediocres como para intentar siquiera a parecerse a Kate o a Scarlett. A veces el paisaje humano sí que merece el esfuerzo de girar el cuello, como ese inglesito con un aire al Heath Ledger de antes de hincharse a drogas, y que me escanea en décimas de segundo cuando pasa por mi lado (espero que el cámara lo haya grabado), con el disimulo justo para que no se de cuenta el calvo musculadísimo con el que va de la mano, y que parece va a hacer estallar en cualquier momento la camiseta de rugby con el número 69 que lleva puesta.

Paso por delante del Custo, repleto de cuarentonas en crisis. Dentro suena St Germain, como si el tipo encargado del hilo musical, porque segurísimo que no tienen un DJ, no hubiera superado el efecto 2000 y se hubiera quedado clavado en esa noche, y cuando llego a la altura del Desigual no me queda más remedio que darle la razón al Dalmau, porque le han copiado vergonzosamente, aunque él copiara a su vez a Labanda y aunque haya que reconocer que tienen mejor gusto musical porque tienen puesto a Timbaland.

Cuando estoy a punto de llegar a Bilbao, recuerdo que el director me ha avisado de que el equipo nos filmará desde la esquina con Carranza, en la acera contraria al Comercial, porque quiere darle un aire casual y urbano a la escena, y ha insistido en que no me preocupe por el sonido porque lo recogerán bien los técnicos, que es importante que vocalice bien, y que ella estará esperándome al lado de la puerta del café y podré reconocerla porque llevará un libro rojo en la mano. Estoy nervioso, no porque me vaya a olvidar del diálogo, que me llevo repitiendo a mi mismo todo este rato, sino porque el director se ha empeñado en no decirme nada más sobre ella, porque insiste en que la sorpresa ha de ser genuína, y yo quiero que ella me guste, he oído hablar tan bien de ella, y quiero caerle bien, impresionarle incluso, que me dé su número de teléfono cuando terminemos la escena, verla a solas otro día cuando el equipo se marche a otro lado a filmar. Follármela quizá.

Doblo la esquina y me detengo. El chico de la steadicam ya no me sigue. En la acera contraria veo al gilipollas de las gafas de pasta junto a un chaval con gorra verde que sujeta una antena con plato y otro que mira a través de una cámara colocada sobre un trípode y que apunta hacia mí. El director hace gestos enfadados con la mano para que deje de mirarles, y señala a mi derecha, donde más allá del quiosco una chica muy joven con gafas, vestida de negro y que sujeta contra su vientre un librito rojo mira en todas direcciones, buscando a alguien. Carraspeo ligeramente para aclarar la garganta. Me acerco a ella.

Hola, cómo estas, sabía que te reconocería a la primera.

Santi Pagés | 04 de julio de 2009

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